Salió a caminar por calles irreconocibles y
sin nombres que la llevaron a la plaza donde pasaba sus horas con Javier. Se
vio esperándolo y deseando volver a verlo. Por primera vez entendía esa lógica
que unía a La Maga con Horacio en París. Poder cruzarse sin planes previos con
esa persona a la que te une el amor ó la locura, debía ser una alegría. En realidad
Denise no podría saber lo que se siente porque ella paseaba con la ilusión del
encuentro que no era. Poco a poco se fue
desinflando. Volvió con el andar pesado, pausada y ya sin ganas de reconstruir
las tardes con Javier en aquel parque del que se habían adueñado. Lo habían
nombrado con el título de una canción alegre que cantaron ahí una vez. Tarareó
su melodía, incapaz de traer en sí la letra de aquella música. Era como si todo
en ese día le rehusase. Se le escapaban los datos, las fechas, las sensaciones
e incluso la sonrisa con la que había iniciado el paseo.
Denise tenía sueños grandes, como sus amores,
pero ese día solo anhelaba el invierno, una mantita de la que se desprendió
hace ya mucho tiempo, un café humeante y un libro que la adormeciera un poco o
le arrancara su realidad con un rápido tirón, cuya fugacidad lo volviera
invisible a sus ojos ya cansados.
La semana poco especial había corrido lenta. Denise
rescataba un almuerzo con sus compañeros en el que alguien contó la historia de
un matrimonio perfecto. Como resultado de cuatro años de noviazgo se casaron,
él de 24 y ella de 19, y un mes después, ni más ni menos que el día del
trabajador, se separaron por llevar una vida de solteros en la que sólo
compartían la cama y casualmente una cena. Ella pensó alguna vez en casarse con
Javier, pero sabía que a él la idea le producía un horror más grande que la
muerte, así que nunca comentó nada. Le
bastaba con que la quisiera y de vez en cuando se lo recordara.
El último tiempo juntos, antes de que ella se
cansara, la relación se había vuelto como “un mes de casados”. Las preguntas se
respondían con preguntas. En caso contrario la respuesta nunca era concreta ni consecuente
con su disparador. Se contaban las cosas a medias o directamente las callaban.
Cedían sólo ante situaciones extremas donde no quedaba más alternativa que
salirse del patrón “desinterés”. Ya todo se había vuelto complicado por el
simple hecho de haber querido hacer las cosas bien.
Un día Javier le dejó una foto sobre la mesa,
gesto que solía tener en épocas de caricias dónde le imprimía sus retratos. En ésta
había un nene, chiquito, con mirada triste, la ropa sucia, harapienta, parado
en la puerta de una casa humilde con techos de nailon negro. Denise sintió
que en el alma se le hacía un pocito
perpetuo.
Cuando se vieron esa misma noche ella le
contó todo lo que le había generado esa imagen, pero, le dijo, que no entendía porque
se la regaló si en el último tiempo habían instaurado una lógica
individualista, donde no se compartían nada de lo que hacían. Él contestó que
no era un regalo sino una casualidad que la foto haya llegado ahí.
Denise se levantó, agarró el abrigo del
respaldo de la silla, y se fue sin agregar más comentarios a la situación.
Cansada de estas actitudes infantiles de Javier, vacías de todo sentido, harta
de la gente que no puede hacerse cargo de las cosas que hacen, enojada con ella
por permitirse llegar tan lejos, por esperar cambios en lo inmutable y madurez
de quien no está dispuesto a crecer.
Decidió que ese era el fin y comenzó a
construir en grande pero por otros lados y con otros rumbos que no la aplastaran.
Habían pasado varios meses de todo esto antes
de descubrirse nuevamente movilizada por la posibilidad de un encuentro que
ideó en su imaginación y que no fue, como era probable que sucediera.
La pérdida de contacto, una plaza con nombre
de canción, la espera, un desencuentro, la semana pausada y de a poco volvía a
retomar la tranquilidad.
Una tarde salió temprano y eligió otro bondi
que la llevara, para sentir que la rutina se desacomodaba. Se bajó un par de
cuadras antes porque el día le mostraba un sol blando y noble. La calle todavía
vacía porque le faltaba un rato a la hora pico y al desenfreno. Denise
tarareaba bajito, marcando el ritmo con su mano izquierda sobre la falda. Levantó
la vista y se encontró con Javier. El mismo Javier que la sacudía por dentro
con estruendo, ese del que hacía meses no sabía ya nada. Javier, que la miraba
con una media sonrisa de bienvenida, caminaba en su dirección.
epifanías...amo tus textos! por que muestran realidades que todos vivimos.gracias por regalarnos ( por ahora ) todas esas historias que nos identifican y asemejan en lo cotidiano y únicos momentos del amor.
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