lunes, 24 de febrero de 2014

Corto I

En el mundo donde los excesos desgastan y todo lo tuyo atraviesa mi existencia, es donde más a gusto me siento.

domingo, 23 de febrero de 2014

Empapada en libertad

Le fascinaba. Se volvía completamente loca con el movimiento de la pollera. La agarraba con una mano, giraba… la dejaba caer. Se contagiaba de esa libertad multiforme de la tela, de su vuelo y de aquella liviandad con la que se movía.

Ahora la dejaba sola y volvía a girar para que se despliegue y luzca sus colores. Dando dos, tres, cuatro vueltas que se prolongaban más allá de su movimiento. Y de golpe… se clavaba firme en el piso. El ruedo caía prolijo mientras el mundo seguía rodando, sin siquiera notar que ella estaba quieta.

Lo esperaba… al mundo, a que terminara con su eufórica inercia para tomar, con sus dos manos, el ruedo de la falda y llevarlo de un lado para el otro. Creaba nuevas e irrepetibles formas que morían en el nacer de las sucesivas.

Así jugó largo rato, divertida, imaginando que su escenario era la arena y que el mar la aplaudía revuelto.


Se dejó caer con el viento y el agua de la orilla empapó su pollera. Ahora era el vaivén con caracoles y sal que comenzaba a jugar con la tela, mientras ella, espectadora, se volvía mar.

Perfume de los años

Había llegado a ese punto de la vida, a esa edad, en la que el perfume de la piel se vuelve el común denominador de la vejez.
Era ese olor que se tiene al ser mayor. Un olor a madera pesada, a pasillo de un antiguo edificio porteño, al correr de los años, a fin de ciclo, y un poco a muerte.
Olía a quimeras rotas, a reminiscencias extraviadas y confusión de nombres propios. Olía a momentos felices dejados atrás, a soledad, y a espacios vacíos rellenos de objetos, de recuerdos de una vida que fue suya. Olía a mañas adquiridas, a jergas pasadas de moda y palabras que ya nadie usa, a hábitos disueltos durante el ensanchamiento del árbol familiar, a olvido.
Es de esos olores un tanto ácido, otro tanto avinagrado, sin perder la esencia de madera y juventud olvidada.
Olía a años vividos, a despedidas, un poco a flores secas entre hojas de libros abandonados en el último estante de una biblioteca llena de oraciones que ya nadie lee.
Era el olor de lo añejo, del correr del tiempo, de todo eso que no se puede explicar pero que está enfrascado en una esencia de abuelo, de edad y vida.
Olía a que había vivido, se había perdido pero también encontrado centenares de veces.

Era la antítesis perfecta de la fragancia de un bebé, y sin embargo, no podía evitar aproximarme con sutileza para estar más cerca de su cuerpo, para respirar cada partícula que se desprendía de sus arrugas, para impregnarme de ese olor al que no se si llegaré. Estar cerca cómo abrazándola en el encuentro que olvidará, si es que llega a percibirlo.

El cuerpo tiene memoria

El cuerpo tiene memoria. Te reconocí. Te sentí. Me abrí. Dije. Pensé. Sentí. Actué. Elegí. Me confundí. Me arrepentí. Me acerqué. Te busqué. Me alejaste. Me dejé ir. Reconocí el dolor. Elegí seguir.

Se entorpece las palabras cuando se amontonan para salir después de una larga espera por hacerlo. Se desordenan, rompen filas, enmarañadas y desorientadas se nos escapan y terminan por perderse en una tormenta de confusión y (a)burma(ción). Y así es como no encontramos palabras a la hora de las explicaciones. Nuestros ensayos de discursos perfectos, todas esas horas armando listas mentales de cosas por decir, la desazón de no encontrar momento ni excusa para decirlo a quien tenemos que decírselo, y ver que la invención de diálogos siempre tiene un poder mucho más grande cuando retumba en nuestra cabeza que la palabra a la hora real de la palabra.

Esperamos tanto el momento que entorpecemos el presente. Las palabras (otra vez las palabras!) suenan chiquitas y desinfladas cuando por fin podemos ubicarlas en el contexto correcto. Como si la voz no quisiera salir, o como si realmente todo el diccionario de sentimientos y temas no cotidianos se extinguiera de nuestro saber. Por alguna razón que se escapa de todo entendimiento el momento de los discursos nos vuelve mudos.

Dije poco. Pero vos, que hablaste menos, lo hiciste con la certeza precisa para anular mi capacidad de respuesta, encendiendo el silencio y la tristeza. Cuando le pusiste punto final a lo que decías yo sentí mi cuerpo volverse jirones en esta historia incompleta a la que nos faltó vivirla como merecía. Sentí como si por un momento me pudiera extinguir. Desaparecer. Dejar de ser yo sobre esta tierra, o como si me empujaran a la desolación sin ser capaz de aferrarme a nada en la caída. Verme cayendo, saber que no hay qué o quién me sostenga esta vez. Caer. Transitar la ciada como no lo pude hacer con vos, entregarme a ella y sentirla recorrer mi cuerpo (como también te sentí a vos). Saber que en lo bajo (o en lo alto de este andar por un dolor que no tiene nombre) encontraré lo que se necesita para reanudar el movimiento, y en el medio las respuestas a tantas preguntas.

Cuando el discurso no encaja en contexto, cuando la explicación a todo lo que pasa no encuentra un lugar para aclarar la situación, cuando el diálogo no se presta a que un manto de claridad acompañe a la situación, ¿qué se hace? ¿Qué hago yo con todo lo que tengo para decir?

La historia que nos toca es una cosa, las elecciones que hacemos a partir de ella es otra. Estamos atravesados por el vientre materno, y toda la herencia que con ella recibimos. Desde el refugio cálido de nuestras madres ya cargamos cosas de otros que nos acompañarán en la vida. Hay sucesos que se nos escapan. Inevitables hechos que nos marcan. Está en cada uno el lugar que se le da.

La vida nos atraviesa, como lo hace el amor cuando nos arrebata de manera inesperada. Elegí hacer de mis vivencias experiencias fortalecedoras que me ayudan a encarar la vida de la manera más positiva y comprensiva posible. Crecí con ellas y me obligué a ser adulta antes de que llegue la adultez para sobrevivir por mis propios medios y ya no depender del pasado. Me fortalecí y ello implicó endurecerme en aspectos tales como el orgullo, la sinceridad del corazón y la capacidad de abrirme antes quienes debería hacerlo.

Ante la necesidad de ser escuchada me volví observadora y aprendí a escuchar. No sabes cuánto me gusta escucharte. Atesoraba cada cosa que me contabas con la ilusión de un niño que guarda una vaquita de san Antonio en una cajita y la alimenta con pasto y le decora su nueva casa con piedras y una flor. El niño quizá no sepa que es una mariquita y no una vaquita de san Antonio.

Nació en mi la necesidad de protegerte y cuidarte de una forma que desconocía. Sabía que existía la protección, pero lo que despertaste era más bien un profundo deseo de acariciarte el alma para que ya no sufra.

Tú historia.

Contar de ella sería violar tu intimidad. Transcribir tus relatos (que inscribiste a la vez en mí) nunca me pareció una opción. Confío en que podrás traer al presente todo lo que viviste desde tiempos remotos cuando rulitos empezaban a asomarse al sol de un pueblo cercano al mar para comprender lo que quise decirte cuando te dije que tenías miedo a querer. Que te dejaras querer. Hablo de todo lo vivido hasta hoy. Yo puedo asegurar que la elección de soledad que nos acompaña no es más que una pantalla que no nos deja ver lo que realmente queremos. Elegir la soledad es evitar el compromiso. ¿Cómo elegir compromiso cuando nunca nadie nos enseñó lo que era? ¿Cómo se hace para comprometerse cuando nadie se comprometió con uno antes? ¿Cómo nos elegimos si no sabemos lo que es que nos elijan? ¿Cómo queremos si cuando necesitamos ser queridos nos dejaron solos? ¿Por qué cambiar si repetir la historia es más fácil?  Ya conocer el camino es mejor que entregarse al sentir sin ningún tipo de seguridad de que el amor no falle, como lo hace siempre que puede.

Otra vez miedo. Miedo a querer. Miedo a que nos quieran. Miedo a decir. Miedo a sentir. Miedo a esta soledad que elegimos. Miedo a que las historia se repita. Miedo a descubrir que nos quisieron y que no supimos verlo a tiempo. Miedo. Miedo. Miedo. Maldito miedo que nos aluna, nos hace llorar, temblar y elegir la seguridad de algo que no queremos elegir.
Comprender es amar. Amar es dejar ir. Pero también es decir. Y yo no quiero callar. Quiero decirte, quizá lo dije tarde, quizá tendría que haberlo dicho cuando necesitabas escucharlo, pero lo digo hoy.

Te quiero. Te quiero de la forma más sincera. Te quiero en la entrega más tierna. Te quiero porque cuando nos sentamos en silencio y vos me abrazas por atrás yo sólo quiero eso. Sentirte pensar. Dejar que el silencio se sume a nuestro abrazo, y que si rompemos el silencio sea para decir. Decir todo lo que el miedo no nos deja. Miedo al miedo. Miedo a perderte. Miedo a este vacío de soledad al que me empujaste.
No es que no lo supiera. Pero a veces es mejor dejarlo pasar. Preferí intentarlo. Preferí ser sincera pese a que te veía paralizado por un miedo que te deja solo.
En la soledad se está bien. Se está con uno  y con el tiempo para disponer de él con libertad. En la compañía se está con uno. Se está con el otro.
Dijiste que no querías compromiso. Te dije que nunca hablé ni exigí eso.


Pero tenes razón. Querer implica compromiso. El sentir implica compromiso. Si no nos comprometemos no hace falta hacernos cargo de lo que nos pasa. Si dejamos lo que nos pasa entonces pasa, y ahí no hay mal que por bien no venga, porque lo que sentimos va a pasar. ¿Va a pasar?

(Nota sobre este texto: Mentir para decir la verdad - Revista de Mujeres)

Capitular

Le llevaría mucho tiempo darse cuenta lo que realmente implicaba abrir esa puerta, impulsada por una necesidad que surgía de lo más profundo de su tornasolada y lumínica esencia, que otra vez volvía a fluir, conectándola con la vida y con la existencia de todas aquellas cosas que pareció olvidar.

Abrir la puerta significaba, ante todo, tomar conciencia del deseo propio. Seguía poner en movimiento aquello que quería, para así realmente concretar la acción y que cada pequeña partícula imperceptible, que se vuelve palpable en el todo, entrara violentamente a ese cuarto de aire turbio de bóveda olvidada. Abrir se volvía paradójicamente el sinónimo de terminar, terminar con la suspensión en la que se encontraba, rompiendo con aquella  intermitencia en la que vagaba entre el pasado y un futuro ilusorio, donde vivía del recuerdo idealizado de lo que ya no era y las ganas de que fuera eso que la inactividad jamás brinda.

Pensaba que podía combatir la realidad con la almohada, acomodada en un rincón de su cama, donde lo único que contrarrestaba el frío que calaba hasta la imaginación, era la tibia sensación de una estufa, que realmente no funcionaba muy bien. Solía apagarse en mitad de la noche y el castañetear de sus dientes la sacaba de ese sueño turbador.

Por lo que abrir la puerta significaba desatar aquél cordón que la amarraba con una vida que no era.

Un día despertó y se sintió empapada en lágrimas que corrían sin control, ya no alcanzaba con volver a dormir o poner música que sonara más fuerte que sus pensamientos.
Sin siquiera meditarlo se desprendió de las sábanas, se levantó y caminó hacia la salida despojándose de todo lo que había empañado su razón hasta ese momento. No pensó ni un solo instante en su pasado, ni en el trance en el que se había hundido en el último tiempo, pero tampoco lo hizo para ir tras una platónica e irracional fantasía.

Abrir la puerta significaba volver a quererse, cuidarse y andar. Era romper, destrozar y hacer añicos aquello en que había convertido su vida, pero que estaba muy lejos de serlo. Justamente de eso se trataba, abrir la puerta significaba volver a rozar con la punta de la nariz la existencia misma.


Y la abrió.

Enamoramiento

Paradójicamente tu presencia me deja una ausencia que no soy capaz de explicarme. Partiendo de la base que son más los kilómetros de distancia y desconocimiento los que nos unen que cualquier otra cosa, estoy completamente segura que es la antítesis de la razón lo que da vida a este sentimiento. Es algo que surge literalmente de las entrañas, revolviéndolas. Desemboca en un desequilibrio corporal que hace vibrar los huesos, que provoca respuestas en las que me desconozco ante tus estímulos. Aunque éstos no sean más que el de pasarme por alto y fingir indiferencia.

¿Qué mueve a esta soledad tan habitada de emociones? Ya te lo dije, tú persona, tú presencia… y cuando no estás es el resabio de ella, o en su defecto tu imagen de esos cortos momentos que compartimos por casualidad, lo que me vuelve una persona trémula, de palabras secas que no puedo emitir.

Más allá de la ausencia de palabras mi imaginación se sobre-estimula al punto de querer encontrarte en las situaciones más absurdas. Como por ejemplo, vernos casados, yo luciendo una panzota redonda que vos llenas de besos. Nadando en una pileta de aguas púrpuras. O de cruzarme con vos en el subte. También quiero observarte comiendo mayonesa a cucharadas, o que me saces a bailar con tu uniforme de escafandrista.

Te imagino de vacaciones, de niño, con arrugas, en sueños, armando un muñeco de nieve, con traje y moño, desnudo, sacando a pasear a nuestro loro, ovillados en el sillón, riéndonos, barrenando las olas de nuestros mares sedimentosos, entre tantas otras cosas que me gustarían poder hacer con vos. También te imagino en el rol de hermano, de hombre, de hijo, amigo y, repito, de padre.

Todas estas cosas me llevan a grandes arrebatos de exacerbación incontenible que terminan por enfrentarme conmigo misma. Delante tuyo no puedo hablar, no puedo fluir en el movimiento con normalidad, como si una enorme nube negra me envolviera inhibiendo mi capacidad de acción, reluciendo toda la vergüenza que puede contener mi cuerpo ante la presencia de alguien que hace temblar cada cimiento de mi sólida estructura. Y lo que cabe resaltar es tu apatía para conmigo, o esa frialdad que simulas. Prefiero creer que la simulas. Esto es lo que siento… lo lejos que estoy de vos pese a mis más profundos deseos de acorralarte entre una pared y mi persona, para que ya no puedas fingir que no me ves, y donde ignorarme te resulte imposible.


Pese a todo, la felicidad de saberte es inmensa. Llenas mis horas con la diversión de imaginarte y pensarte constantemente. Disfruto de esos pequeños momentos en que estamos juntos. Creo que mi sonrisa gigantesca demuestra sin más la felicidad de descubrir que un mínimo accionar tuyo, casi accidentalmente, se dirige hacia a mí. Cómo cuando… seguramente lo negarás, pero como cuando levanté la vista para espiarte pasar y te encontré mirándome. Toda la tristeza de mi día desapareció sólo con eso.

Días de verano

Los vio relucientes.
Te espero al otro lado de los girasoles, pensó. Pero no habría espera, habría encuentro. Descubrirían otra manera de querer.
Hoy complicidad. Una ternura que no es acompañada por las palabras.
Una caricia torpe, algo violenta, con la que comienza un juego de tirones ligeros y bruscos, hasta que sus miradas se encuentran y calla a la risa. La sonrisa, sin apagarse, se vuelve seriedad. Se ilumina en su reflejo y ya no sabe de qué boca sale ese aire caliente.
Un electico sobresalto ajeno le hace darse cuenta que finalmente se había dormido.
La primera vez, bueno, la segunda, ella se había entregado al encuentro. Se puso en sus manos y plenamente confió. Recién cuando se quedó sola, recién cuando estaba entrando al umbral de su casa,  sintió el aturdimiento de no encontrar los límites. Mal y bien.
Y misterio sedujo a la inquieta curiosidad.
Inmersos en la velocidad de los días de verano que corren desproporcionadamente rápido encontraron un momento para sus tiempos.
Pausas.
La suma de elementos. Comenzaron dos desconocidos que querían pasar el rato y terminaron dos vidas amigas que hicieron de ese su lugar. Se sumó el colchón, se agregó luz. Otro día fue el despertador que los devolvía a la realidad y en poco tiempo fue ella la que llevó su abrigo. Cada uno dejo lo suyo.
Ahora era.
Un pedacito de ellos que permanecería, que sería eterno. 
Fue una noche de tormenta y gusto a menta.
Nunca le había dado miedo el estruendo, costumbre quizá. Igual así empezó a respirar más y más rápido. Achicaron la inexistente distancia del abrazo. Le besó la frente y se volvió a dormir. Él dijo que lo había hecho con mucha paz, ella creía que paz se encontraba en el calor de sus cuerpos inertes que hacían imperceptible el frío de la naturaleza.
Ese límite, esa “línea recta hacia vos” se volvió amorfa. Un círculo en el que amor y odio se rozaban la punta de los dedos y se hacían cosquillas en los pies.
Ahora era él el que buscaba su mano.
Y ojalá no roncara tanto. Le gustaba saber que podía descansar al lado suyo.
Y ojalá vuelvan a encontrarse, que esas dos vidas paralelas que corrían tan disparejas volvieran a tener un momento de coincidencia.
Y ojalá que la diferencia se encuentre en el futuro, y que no caiga, simplemente, en la obviedad de lo nuevo, en lo especial de lo primero.
Con los naranjas y rosas del atardecer volvió a cruzar los campos, esta vez iba en contra de las ganas, a favor de la distancia y acompañada de los frescos recuerdos, tan efímeros como ellos mismos.

jueves, 20 de febrero de 2014

Antes que nada

Quería levantar el teléfono, llamarte, y contarte que era la situación perfecta para que vinieras a acariciarme y contarme que fue de tu día, mientras me desacomodas la ropa como si fuera parte del relato.

El silencio era grande y tu voz resonaría perfectamente entre los recovecos del mundo y mi cuerpo.
Hacía rato la casa no estaba tan vacía y yo con tanas ganas de escuchar cosas ya contadas y gastadas. Todo cuadraba. El día había sido común y horrible. Tu imagen dio muchas vueltas por mi cabeza haciéndolo más hondo y connotado. Me dieron ganas de prestarle atención a detalles de tu piel que antes pasaba por alto, distraía. 

Moría por recorrerte lentamente, en un tiempo finito como la eternidad. Saltar de tus ojos a la costilla izquierda, andar por tus piernas. Agarrar una de tus manos para marear tus dedos, para imprimir mis huellas. Para sentir que todavía algo nos queda.

Apagar la luz y tu voz. 

Que mi respiración te indique que todo marcha bien, que te invite a seguirme. Que el desorden y la confusión de nuestros dedos se contagie por todo el cuerpo, tuyo y mío. Desorientados. Rompiendo lo convencional y siendo incluso convencionales en la desprolijidad.
Que de pronto nos encontremos y tu mirada se vuelva profunda y mi sonrisa confianza.

Hasta hubiera aceptado que retomes los hilos de tu anécdota vacía, de un día común, después de haberlo perdido todo. Que lo hicieras porque el silencio se te vuelve insoportable y preferís disimular antes que nada.

Lo hubiera aceptado.

Lo hubiera aceptado mucho más que a esta realidad deshabitada de tus palabras y pozos negros. Incluso más que a estas ganas ridículas de levantar el teléfono y simular, como me enseñaste, como lo hiciste siempre.
Aceptaría incluso que me llamaras para que te devuelva tus cosas.

Lo aceptaría todo, mientras que no me dejes sola. Porque todavía espero que vengas a acariciarme y contarme que fue de tu día, mientras me desacomodas la ropa.