jueves, 2 de octubre de 2014

Ausencia

Dios se distrajo jugando a la payana. Una piedra se le escapa, resbala entre las nubes y golpea tu cabeza. Dios se distrajo. Cerró los ojos. Calculó mal, o simplemente no calculó. Una piedra te golpeó la cabeza, a la guardia de urgencia y sutura inmediata.  Si supieras que Dios te descuidó y sufrís por culpa de una dejadez divina. Una señora, vieja y aferrada a la vida se desprende de ella con esfuerzo. Se va sin saber que Dios tampoco la espera, que está distraído buscando como loco la piedra que perdió (¿Se imaginan a Dios revolviendo el cielo, desordenándolo para encontrar su piedra?). Si lo hubiera sabido la vieja quizá seguiría estirando sus años pausados e impasibles. Pero se dejó ir en la oscuridad de una noche ausente. Nadie va a llorarla con sinceridad. Una vida liviana que poco deja, que poco valor tuvo despierta y que nadie  esperará en la eternidad. Eso suponiendo que existiera, que la piedra se le haya realmente caído a Dios.

El miedo de que ese golpe pueda traer consecuencias mayores te horroriza. Es la segunda vez que le lloras a la muerte. Esta sensación de desamparo es conocida, la sentiste hace muchos años cuando viviendo la niñez te fuiste a dormir entre lágrimas pidiéndole a Dios que cuidara a tu madre. Tal vez Dios ya en ese entonces estaba distraído, aunque vos pensaras que escuchaba tus plegarias. Más que la muerte, más que a Dios, era la conciencia de la perdida lo que sufrías. Vista a tu mamá débil y enferma, entendiste entonces que algún día podría faltarte, no estar, y lloraste sin consuelo.

Hoy, muchos años después, ese mismo miedo que parecía olvidado te está dando vueltas. Te encontras nuevamente, a oscuras, en el umbral de la puerta de tu madre con un llanto mudo y las ganas de entrar, que te abrace y aplaque la angustia. Esa dificultad de cruzar la puerta, de mostrarte llorando y la necesidad de un abrazo reconfortante que no sos capaz de reclamar. Ese miedo que desprende la falta de vida, la incertidumbre, lo no conocido. Otra noche que dormirás con la conciencia de que mañana puede no existir, que tu vida puede pasar como tantas otras, como la de una señora a la que no le preparan un velorio. No hay persona que vaya a prender una vela en su nombre. No trascender. Un cuerpo que se vuelve cenizas sin esfuerzo, no implica un costo para nadie. (¿Cuánto tiempo dura una cremación? Del frío absoluto a un incendio de restos y huesos). Tal vez la noche sea larga, probablemente la angustia seguirá ahí cuando te levantes. Es ausencia, y tal vez sea la de Dios.

viernes, 25 de julio de 2014

Viaje a Chile

Y habrá un tiempo para amar y un tiempo para cubrir las distancias olvidadas
Alejandra Pizarnik

Me desperté desorientada, como si todo lo que había pasado la noche anterior fuese un inmenso misterio. Abrí los ojos en una oscuridad que le permitía a la desorientación  volverse un hecho. Entre la confusión momentánea pensé en Lourdes y en su mirada ilusionada y rotunda de ojos castaños que resplandecían. Segura de que las promesas estaban para cumplirse ella siempre sostenía que nos íbamos a ir a Chile durante el fin de semana, porque papá se lo había dicho, o que compraríamos helado para llevar y tres cucuruchos. Su memoria parecía bloquear las llegadas tardes de papá y el tiempo que lo esperábamos. Cada viernes que nos tocaba con él ella juraba que lo vería llegar a la hora acordada. Es por eso que armaba su mochilita verde, amarilla y roja muy rápido después de tomar su chocolatada con dos vainillas para no hacerlo esperar. Había pasado el día pensando en todo lo que tenía que preparar para la aventura de fin de semana, muchas cosas iban soloporsiacaso, pero es que no podía faltar nada. Era un fin de semana sin posibilidad de retorno a nuestra casa materna, por lo que había que mudar las pertenencias de primera necesidad, como el pijama y los diez marcadores de colores.
La mayoría de las veces papá llegaba casi a media noche, y a lo mejor, si le ganaba el cansancio, nos pasaba a buscar lo más temprano posible del sábado. Los cachetes de Lourdes se ponían rojos por el viento frío y seco cuando salía corriendo hasta el auto de papá, con su mochila de colores al hombro, que lo esperaba, como nosotras, desde la tarde anterior. Me recuerdo como espectadora de estas escenas monótonas que generaban desencuentros y penas. Si papá no llegaba mamá tendría que cocinarnos una vez más, suspender sus planes de viernes por la noche y culparse al menos cuatro veces por haber elegido tan mal en su juventud.... él ya no tenía remedio. La veía a mamá lavar los platos en su franco maternal, o papá tratando de lucirse con la solución rápida de la primera noche del fin de semana, fideos. La veía a Lourdes contarle a todo el mundo que Chile la estaba esperando, una vez más, lo veía a papá cancelando los planes porque había que trabajar. También lo veía dormir siesta sábado y domingo. El resto de la semana simplemente no lo veía.

De a poco fui ubicándome en el espacio. Mire la hora. Había perdido el día durmiendo. Hice un cálculo estimativo y deduje que Andrés ya debería haber aterrizado, aunque desconocía si su avión hacía escala. Las despedidas no nos gustaban por eso la postergamos lo máximo que pudimos. Fue inevitable decirnos algo, torpes y avergonzados por sentirnos expuestos. Dejé que me abrazara y se fuera sin agregarle mucho más a la situación.
Andrés tenía algo que me hacía sentir cómoda, nunca supe bien qué era, ni tuve mucho tiempo para descubrirlo, pero la idea de su presencia dando vueltas me hacía bien.
De formas compartíamos poco, nuestro lugar en la vida era muy distinto. De él se deslizaba la experiencia y en mi se despertaba la creatividad. Compartíamos los contrastes de nuestros usos y costumbres, derrumbando las jerarquías que el hombre padece desde siempre. Intentamos bailar salsa y merengue, pero los tiempos lentos y las pausas nos sentaban mucho mejor. Nos desvestíamos sin apuro, ayudándonos y complicándonos en nuestras tareas, pero a la hora de dormir nos preocupábamos de que el otro estuviera bien tapado y no pasara frio. De la hora de la cena disfrutábamos las charlas. Si salíamos siempre terminaban echándonos cuando la moza, con la escoba en la mano, nos avisaba que ya estaban por cerrar. Alguno de los dos miraba la hora para reclamar que todavía era temprano, pero el reloj nunca estaba de nuestro lado y el resto de la gente se había evaporado en algún momento de distracción. Quedar solos y fuera del espacio-tiempo era frecuente. Caminar despacio y estirar las cuadras era una estrategia que habíamos descubierto una de las primeras noches, cuando ya sin muchos motivos para no tener que volver a nuestras casas decidimos caminar un poco más. Yo voy para allá, yo no... Pero te acompaño así no vas sola. No sé en qué calle nos tomamos un taxi hasta mi casa, ni si primero fue la suya o la mía. Pero me acuerdo de Andrés y su lunar en el norte de su espalda.

Con el tiempo fui viendo que las llegadas tardes no eran incidentes por eventualidades de último momento, era una característica firme en su persona así que mientras Lourdes corría a armar su mochila yo no lo esperaba hasta el sábado. A la ausencia se sumaba el mal humor. Cualquier mínima cosa que la rozara le provocaba un ataque de enojo, mal dirigido, de mas esta aclarar.
Un día en el colegio empezaron a mandar notificaciones dobles, pero a casa siempre llegaba una. Lurdes se olvidaba la de papa abajo del banco, y después justificaba que no había ido porque no se enteró, mito infantil. Yo tenía la teoría que las noticias tenían mas posibilidades de ser leídas por alguien si las tiraba en una botella al mar que si se las daba a papá, así que, para no cargar la mochila de papeles las hacia un bollito y las tiraba al tacho. Después de años de práctica mi puntería no mejora.
En donde realmente papá se lucía con su sexto sentido era a la hora de cantar el feliz cumpleaños. Cuando venían a buscar al primer niño de la fiesta, y mamá ya estaba impaciente y agotada poniendo las velitas en la torta papá llegaba con una bolsa en la mano y los brazos abiertos para saludar al cumpleañero. Lourdes no soplaba las velas hasta no escucharlo decir, pedí tres deseos.
No sé exactamente cuántos tirones de orejas recibí ese año, yo me sentía grande y mucha gente me decía que estaba más alta. Hoy me parece lejana y corta aquella edad. Realmente no era trascendental el número. Era viernes y había algunas amigas en casa que habían venido desde el colegio conmigo. Era viernes pero yo no quería esperar hasta el sábado. Era viernes, yo era una nena sin edad ni medida del tiempo. Era, pero su sexto sentido fallo por primera vez, o algo así, porque no solo no llego para cortar la torta sino que tampoco alcanzo a llamarme por teléfono.

Cuando lo conocí sabía que él no estaría en mi país mucho tiempo, cuestiones laborales, papeles y temas de los que prefiero dejar al margen. Nada que me importara mucho, yo sólo quería salir, pasarla bien un rato. No podría durar mucho y las relaciones a distancia me parecían una fantasía. Quiero decir, me parecen.
Le pedí que no me escribiera cuando llegara, que esperara un poco. Se debe haber olvidado porque me escribió, y al día siguiente, a los dos días y en los días que siguieron también lo hizo.

Los años que le siguen a ese cumpleaños son una maraña de situaciones desorganizadas, manojo de recuerdos salpicados, sin un hilo conductor claro. Podría hablar de generalidades. Lourdes abandono su mochilita pero se mantuvo en la espera. Yo me peleaba con la ausencia y discutía con el aire. Todo lo que decía no llegaba nunca a destino. Una secuencia de comentarios y viajes mostraban un nuevo cambio. Un día le puso palabras. Una nueva relación y un cambio de dirección a varios kilómetros. Yo sabía que a papá las distancias siempre le habían resultado cómodas, siempre se despedía muy temprano, siempre dejaba asuntos pendientes, temas abiertos, cuestiones inconclusas, hijos a los que les faltaba crecer e historias por resolver.
Una lluvia de promesas regó esta época. Se acordaron días de visitas que no se respetaron. Se pusieron fechas inamovibles que se aplazaron. Nos dijimos cosas de las que no parecía haber retorno. Lourdes lo buscaba con la necesidad desesperada y las ganas acumuladas de los últimos dos encuentros que no habían podido ser. Ella todavía lo abrazaba y lo quería.

Un día estábamos caminando con Andrés por una de esas calles sin nombre, de las que me gustan a mí, y un borracho nos saco una foto mental. Nos prometió guardarla para siempre. Era un coleccionista de buenos momentos y, según decía, nosotros transmitíamos felicidad. Para tomar la segunda nos pidió permiso. Después de charlar un poco abrió sus brazos y se fue volando. Usamos a nuestro amigo callejero de excusa para volar también. Juntos era muy fácil, nos salteábamos las aduanas, migraciones y los pasaportes. No necesitábamos libretas de identidad para demostrar quienes éramos. Y estaba bien así.
Borramos fechas de nacimientos, nacionalidad, idioma, edad, altura, color de piel, largo del pelo. Intentamos. Al final nos gano la realidad, la distancia se abrió paso, la hora de las responsabilidades y los aviones de metal que hacen un ruido aplastante llegó. Debemos haber perdido la goma, porque no pudimos borrar esto último.

A papá siempre le pedí una cosa, que esté.

Escapaba de mí la idea de que alguien no supiera querer. Lourdes lo mostraba muy claro. Ella se abría camino entre el frío, entre los kilómetros, donde fuera necesario ella pasaba, hasta por debajo de la luz, para poder verlo a papá. Buscaba momentos para compartir en los que él no se rehusara a ser parte. Por ejemplo, miraba horas de televisión solo por estar al lado suyo mientras él dormía. Lourdes lo llamaba, le contaba sus cosas, le presentaba amigas. Compartía. Y papá tantas veces ausente a todo, con una capa de barniz que lo vuelve impermeable al contacto.
Me enojaba con Lourdes por insistente y conmigo por la esperar silenciosa. Lourdes se enojaba conmigo porque yo no sabía nada, esta vez si no íbamos a ir a Chile a pasar el fin de semana, papá se lo había prometido. Lourdes me decía, ya vas a ver, y guardaba su remera celeste con voladitos en la mochila.
Me desperté desorientada, como vacía de contenido y falta de historia. Pero vi los ojos de Lourdes que brillaban de ilusión. De lejos llego la voz de Andrés prometiendo volver lo antes posible y un abrazo. Recordé las esperas de los viernes y las penas. Llegaron las promesas otra vez, lo indeleble de las cosas que ya se vivieron, una, dos esperas.

Andrés mes escribió esa noche, a los dos días y los días que le siguieron. Pero yo había dejado de responder el día de mi cumpleaños a la gente que vive lejos y no llega temprano.

https://www.youtube.com/watch?v=CkpDDngb1Ew&list=RDCkpDDngb1Ew&hd=1

Nota sobre el texto y la narración en revista DMujeress por Mariana Taberniso. Para leerla click AQUI

miércoles, 28 de mayo de 2014

Suelta de palomas

Hay palabras recurrentes. Recurrentes palabras a las que recurro.
A veces pasan los días sin que me abra la puerta. Eso pasa generalmente cuando la culpa lo llena de vergüenza porque se le fue la mano y prefiere alejarme de él por un tiempo. En esos días en los que no entra ni un rayo de sol del cual pueda alimentarme trato de dormir lo máximo posible. Me autoconvenzo de que es solamente una noche de esas que parecen inagotables, en las que no importa si dormís mucho o te levantas cada cinco minutos porque la noche está ahí, sin pena ni gloria, acorralándote, distorsionando el correr del tiempo y revolviendo cada recuerdo del cuerpo. Por eso trato de dormir. No me gusta invocar gente en la oscuridad.
Noté que en ella los sentimientos se sienten con una intensidad que el reflejo de la luz opaca.

Al principio le tenía miedo. Lloraba cada vez que la puerta se cerraba cual anochecer sin luna. Lo hacía en silencio para que Darío no me escuchara y entrara otra vez a golpearme. Con el tiempo me acostumbre a la penumbra y sus ruidos. Descubrí que sin luz podía encontrar cosas que con ella jamás hubiera sospechado que estaban y es por eso que dejé de llorar. Me hice amiga de sus sonidos, los familiaricé, como si cada uno fuera alguna señal o mensaje que me enviaba el mundo exterior.
Sin embargo dormir seguía pareciéndome la mejor opción en un lugar sin ventanas, donde todo se disponía para darle paso al(os) sueño(s).
En una de esas noches que transcurren con la misma extensión que un manojo de días, soñé que el cuarto que me albergaba estaba lleno de plumas. Como si alguien hubiera destrozado cientos de almohadas liberando todo su interior en esta pequeña habitación, que era mi prisión y refugio.
En el sueño yo estaba sonriendo, saltaba sobre la cama de sábanas blancas y en cada rebotar las plumas se elevaban. Las hacía flotar, dándoles vida, como si pudieran volver a sentir la alegría de estar suspendidas en el aire una vez más. 
Abrigaba la certidumbre de que no existían límites ni deberes que cumplir. Yo brillaba como si fuera pluma, cómo las plumas que saltaban conmigo. Todo en el sueño era tan blanco y puro como las plumas. 
Recurrentes palabras recurrentes.
No sé cuándo, pero en algún momento me abrió la puerta, me sentó en una mesa a comer algo que parecía de origen animal, aunque la procedencia era dudosa. Cuando vio que había comido lo suficiente para recuperar energía se fue a la calle dándole doble vuelta de llave a la puerta.

Se escuchó un ruido en el patio. Salí a ver que era y me encontré con el sol de un mediodía despejado. Parada en una de las baldosas había una paloma blanca. Busque un poco de pan y le tiré algunas migas. Disfrutaba verla picotear y picotear. Poco a poco empezaron a llegar más y más palomas a las que fui alimentando. De pronto entendí que lo que me estaba pasando tenía que ver con mi sueño. Ese sueño de libertad en el que yo disfrutaba haciendo lo que quería. En ese momento me iluminé y decidí tener un regimiento de palomas mensajeras que llevaran mis palabras acalladas. Era mi oportunidad de ser escuchada y tal vez comprendida. Ellas serían mi voz. Mi libertad. Mis palabras. Esas recurrentes palabras a las que recurro en el mayor de los silencios. 
Entre miga y miga les enseñaba las calles de la ciudad, las coordenadas geográficas y algunas cosas que sabía de la vida para que cuando eligieran su destino estuvieran seguras de hacer llegar mi voz a las personas correctas. Tan seguras como yo de que ellas eran mi mejor medio transmisor.

Y entonces la escena se empezó a asemejar a la de mi sueño. Había una incalculable cantidad de palomas de las que se desprendían plumas. Mis recurrentes palabras se mezclaban entre tanto aleteo y desprendimientos de plumas que inundaban, no ya sólo mi cuarto, sino la casa entera.
En pleno entrenamiento volvió Darío. Al ver la escena se quedó petrificado junto a la puerta, pero enseguida me distinguió entre la bandada y sin pensar en nada más me agarró de un brazo y me arrastró al cuarto.
Esta vez no me dijo nada. Me empujó a la cama con el mismo envión del arrastre, me sacó la ropa y dispuso de mi cuerpo con una soltura naturalizada. Fue manipulándome a su antojo. Alcanzó mi pie, lo rotó a la izquierda, el otro a la derecha. Me agarró de la cintura para subirme hasta el respaldo, del cual se agarró con una mano, y con la que le quedaba libre me sobaba el pecho, la espalda, me doblaba y estiraba con gestos envenenados de odio.
Me dio vuelta y siguió maltratándome cada vez con más hostilidad, castigándome, reprobando mi sueño con cada acción que emprendía. Esa oscuridad que intensifica el sentir. Las palabras que la ocupaban eran aplastadas por la respiración agitada de Darío y yo ya no quería escucharlo. Ni a él, ni a la oscuridad. Vencer. Vencedora. Me despegué de mi cuerpo que para ese entonces era más suyo que mío, como si me hubiese dormido empecé a vagar con la mente. 
Algún pensamiento me dio gracia, quizá recordé la cara de Darío al entrar a casa y verme entrenando palomas. Desde el dorso del ombligo empezó a subir una carcajada que despertaba a la risa. Lo corporal y el sentirse se separaron por completo, ya no me enteraba del daño que estaba sufriendo. Risa. Palabras. Soñar en la oscuridad para vencer(la) todo lo que con ella viene.
Darío era incapaz de notar que mi cuerpo estaba ahí como inerte, que si no fuera por él yo ya no me movería. No se daba cuenta de que estaba ya muy lejos de toda su maldad. Estaba en un lugar seguro en donde no podría alcanzarme.
Recurrentes sueños. Yo estaba otra vez saltando con las plumas y la libertad mientras él se retiraba satisfecho y dejaba mi cuerpo sobre el colchón, sin advertir que sólo encerraba en la oscuridad los restos de mi paso por esa habitación sórdida. Podía darle doble vuelta de lleve a la puerta durante el tiempo que quisiera, a mí ya no me importaba porque sólo me afectaba el placer de sentirme libre. Flotaba con las plumas y palabras. Recurrentes palabras que me despojaban de las ataduras de la vida.

Ya no había oscuridad, ni dolor, ni Darío. Ahora lo único recurrente eran las palabras y la libertad. Él podría hacer de mi cuerpo y mis palomas lo que quisiera, en todo el resto yo ya había dejado de ser su prisionera.

domingo, 25 de mayo de 2014

Tiempo y forma

José Luis llegó al mundo tres días después del término que había decretado el doctor, y con varias horas de retraso después de que su madre rompió bolsa.
Sofía era la más chica de su clase porque nació después de Julio y la directora decidió ponerla un año adelantada.
A Marisa le gustaba su cuerpo. A Lorena no. Y Rodrigo se preguntaba quien había decidido que las piernas flaquitas eran lindas, él por su parte estaba enamorado de las piernas de su prima, redonditas, ni muy largas ni demasiado cortas. Juan era narigón y su novia llevaba una nariz respingada con tanta gracia que la volvía tan ella que daban ganas de abrazarla.
Sin embargo José Luis, Sofía, Marisa, Lorena, Rodrigo, Juan, su novia, se veían juzgados por estándares de belleza, de tiempos, de formas y de pautas establecidas del "buen vivir". El mundo les tenía preparado una serie de reglas que debían cumplir para tener una “vida digna” y “como se debe”. El doctor decía cuando debía nacer, el jardín los esperaba a más tardar a los cinco años. La primaria y la secundaria sin repetir y sin soplar porque de lo contrario los veranos, inviernos y amigos se verían desarraigados de los planes de estos chicos que buscaban salirse del plan escolar.
La carrera dura cuatro años, con la excepción de Rosario que eligió medicina y puede demorarse un poco más. Ella tendrá además que hacer una especialización, y ¿cómo juzgarla? si en definitiva va a salvar vidas.
El problema está en el desacatado de Raúl que quiso cambiar la abogacía por Comunicación Social y se lleno de ideas utópicas de un tal Marx, obsoleto como el comunismo que en el siglo XXI ya no existe.
Tanto Raúl como Josefina eligieron una universidad en la que el parámetro de años es incalculable, y constantemente se ven obligados a responder a una pregunta simple e inabarcable; ¿Porqué año de tu carrera vas? Pregunta que encierra un mar de enjuiciamientos respecto de temas tales como la responsabilidad, la lucidez, la inteligencia, velocidad, compromiso, entre otras cosas. Ellos no son capaces de contestar porque sólo van aprobando o desaprobando materias. No estan corriendo con sus compañeros por un primer lugar en la institución, simplemente estudian, como se les enseñó que hicieran, para no ser unos "vagos". En el caso de Lucrecia, estudia algo que la inspira, ella no podría imaginarse sin hacer esto que es parte de su entidad como sujeto.
El otro problema es el de Santiago, que tiene 30, dejó la carrera y ahora vive buscando justificaciones que le agraden a la gente y no lo lapiden por ser un sin-profesión. (Por lo bajo es inevitable que se le critique su hija con una chica que nunca fue su pareja).
A Diana todos le hacían la cotidiana pregunta de ¿cuántos hermanos tenes?, y ella tenía que exponer toda una justificación de su árbol genealógico desvariado del cual se desprendían múltiples hijos de múltiples combinaciones de parejas. Ella respondía un poco avergonzada que su padre la había criado, que con su madre solo la vinculaban dos hermanos que casi desconocía, y que convivía con un hermanastro y dos medios hermanos más. Vio ante su respuesta las caras más varias de incomprensión, de asombro o rechazo ante esta idea de familia desasociada y asociada al mismo tiempo. Pero poco a poco se fue encontrando con que no era la única, y comprendió que el molde de familia ideal no era más que eso, un molde.
Guadalupe vivía en una casa chiquita, en cambio Patricio compartía una habitación con otras ocho personas en el conurbano de la ciudad, le costaba pronunciar la “s” final en las palabras y era especialista en sobrevivir a fin de mes.
Susana caminaba con sigilo tratando de no romper nada, de no disturbar y por sobretodo no cometer pecados. Y Roxana se sentía impura por haberse acostado con un chico el mismo día que lo conoció, por lo que no se lo conto a su amiga Florencia. Pero Florencia tampoco le contaba que con su chico habían practicado sexo anal. Todavía se debatía en ella si la experiencia le había gustado o le parecía una atrocidad espantosa. En cambio los amigos de Pedro se reían de el porqué había salido con una chica y no había pasado nada. Él no sabía cómo defender a su nueva amiga, ellos sospechaba una posible y falsa homosexualidad, mientras que uno de los acusadores en realidad conocía de sobra las practicas bisexuales.
Eduardo fumaba marihuana día por medio en su horario de almuerzo, cuando por fin puede salir de la oficina y desajustarse un poco la corbata. Diego había probado los ácidos en un recital y Mirta se tomaba media pastillita de Rivotril para poder dormir un poco más tranquila.
A Paula la mamá la llamaba casi a diario para ver cuándo se casaba,  y ella hacía rato que había dejado a su novio.
Ramón se enteraba del atraso de una mujer con la que estaba o había estado y Paul esperaba a que naciera su segundo hijo en el pasillo de un hospital, ya listo para entrar a la sala de parto con su mujer cuatro años mayor que él. Aunque algunos no creían correcto que ella fuera más grande la realidad demostraba a lo lejos el amor que se tenían.
Diego viajaba hacía tres meses y no tenía planes de retorno ni destino fijo. En cambio Estefanía salió con un recorrido programado por el continente Americano por un periodo de siete meses. Se conocieron en Ecuador, dos meses antes de que ella termine su viaje. Él la acompaño hasta su casa y juntos volvieron a partir poco tiempo después. Se instalaron en un lugar al que no pertenecía ninguno de los dos, pero que sería su base de ahora en adelante.
Manuel tocaba la flauta, y en su casa siempre habían querido que fuera jugador de football. En cambio Ailín en su casa recibía golpes por ser una inútil, o eso es lo que le dicen.
Mientras que Armando pierde su trabajo y la seguridad de no convertirse en lo que tanto se esforzó por no ser, a Matías le confirman un trabajo que no podría ser mejor. Para él claro, porque  Analía no piensa lo mismo. Y cada uno va abriendo su camino a su tiempo y a su forma chocándose con los tiempos y formas de quienes lo rodena, escuchando las opiniones de todos, porque nadie calla, ni miradas reprochadoras faltan a la hora de los juicios y criterios. Parámetros que fallan cuando queremos aplicarlos. Ideales que no se cumplen a rajatabla, formas de vida que desbordan limitados sentidos comunes y elecciones que preocupan, alterando las miradas. Y al final cada uno con su tema, sobreviviendo, encontrando sus momentos de goce o de frustración, cargando con lo suyo, esperando que las cosas cambien o se mantengan. Llegando tarde, o tal vez a tiempo, con una forma que es suya y que la erosión de ideas y conceptos fue, y seguirá, deformando.

domingo, 11 de mayo de 2014

Canción que nombra

Salió a caminar por calles irreconocibles y sin nombres que la llevaron a la plaza donde pasaba sus horas con Javier. Se vio esperándolo y deseando volver a verlo. Por primera vez entendía esa lógica que unía a La Maga con Horacio en París. Poder cruzarse sin planes previos con esa persona a la que te une el amor ó la locura, debía ser una alegría. En realidad Denise no podría saber lo que se siente porque ella paseaba con la ilusión del encuentro que no era.  Poco a poco se fue desinflando. Volvió con el andar pesado, pausada y ya sin ganas de reconstruir las tardes con Javier en aquel parque del que se habían adueñado. Lo habían nombrado con el título de una canción alegre que cantaron ahí una vez. Tarareó su melodía, incapaz de traer en sí la letra de aquella música. Era como si todo en ese día le rehusase. Se le escapaban los datos, las fechas, las sensaciones e incluso la sonrisa con la que había iniciado el paseo.
Denise tenía sueños grandes, como sus amores, pero ese día solo anhelaba el invierno, una mantita de la que se desprendió hace ya mucho tiempo, un café humeante y un libro que la adormeciera un poco o le arrancara su realidad con un rápido tirón, cuya fugacidad lo volviera invisible a sus ojos ya cansados.
La semana poco especial había corrido lenta. Denise rescataba un almuerzo con sus compañeros en el que alguien contó la historia de un matrimonio perfecto. Como resultado de cuatro años de noviazgo se casaron, él de 24 y ella de 19, y un mes después, ni más ni menos que el día del trabajador, se separaron por llevar una vida de solteros en la que sólo compartían la cama y casualmente una cena. Ella pensó alguna vez en casarse con Javier, pero sabía que a él la idea le producía un horror más grande que la muerte, así que nunca comentó nada.  Le bastaba con que la quisiera y de vez en cuando se lo recordara.
El último tiempo juntos, antes de que ella se cansara, la relación se había vuelto como “un mes de casados”. Las preguntas se respondían con preguntas. En caso contrario la respuesta nunca era concreta ni consecuente con su disparador. Se contaban las cosas a medias o directamente las callaban. Cedían sólo ante situaciones extremas donde no quedaba más alternativa que salirse del patrón “desinterés”. Ya todo se había vuelto complicado por el simple hecho de haber querido hacer las cosas bien.
Un día Javier le dejó una foto sobre la mesa, gesto que solía tener en épocas de caricias dónde le imprimía sus retratos. En ésta había un nene, chiquito, con mirada triste, la ropa sucia, harapienta, parado en la puerta de una casa humilde con techos de nailon negro. Denise sintió que  en el alma se le hacía un pocito perpetuo.
Cuando se vieron esa misma noche ella le contó todo lo que le había generado esa imagen, pero, le dijo, que no entendía porque se la regaló si en el último tiempo habían instaurado una lógica individualista, donde no se compartían nada de lo que hacían. Él contestó que no era un regalo sino una casualidad que la foto haya llegado ahí.
Denise se levantó, agarró el abrigo del respaldo de la silla, y se fue sin agregar más comentarios a la situación. Cansada de estas actitudes infantiles de Javier, vacías de todo sentido, harta de la gente que no puede hacerse cargo de las cosas que hacen, enojada con ella por permitirse llegar tan lejos, por esperar cambios en lo inmutable y madurez de quien no está dispuesto a crecer.
Decidió que ese era el fin y comenzó a construir en grande pero por otros lados y con otros rumbos que no la aplastaran. 
Habían pasado varios meses de todo esto antes de descubrirse nuevamente movilizada por la posibilidad de un encuentro que ideó en su imaginación y que no fue, como era probable que sucediera.
La pérdida de contacto, una plaza con nombre de canción, la espera, un desencuentro, la semana pausada y de a poco volvía a retomar la tranquilidad.
Una tarde salió temprano y eligió otro bondi que la llevara, para sentir que la rutina se desacomodaba. Se bajó un par de cuadras antes porque el día le mostraba un sol blando y noble. La calle todavía vacía porque le faltaba un rato a la hora pico y al desenfreno. Denise tarareaba bajito, marcando el ritmo con su mano izquierda sobre la falda. Levantó la vista y se encontró con Javier. El mismo Javier que la sacudía por dentro con estruendo, ese del que hacía meses no sabía ya nada. Javier, que la miraba con una media sonrisa de bienvenida, caminaba en su dirección.

martes, 15 de abril de 2014

El viaje

Laura puso la mesa. Lo buscó por el comedor con los ojos, en una sonrisa de luna le regaló la noche y aquella cena que, renegando, había preparado con la entrega del amor. Pensaba que todo lo que hicieran por primera vez al mismo tiempo lo estarían haciendo por última. En el haciendo se sentían parte de una lógica rutinaria, cotidiana y conocida, la comodidad del trato, el entender los tiempos del otro y sus ganas, la espera pese a que sólo compartirían tres días incompletos en términos regidos por el reloj y la espacialidad, pero que al mismo tiempo tendrían la completitud de seres que se saben dejándole algo al otro. Laura estaba en plenitud con Fabricio, pero por sobre todo, con ella misma y su compromiso con el deseo.
Sus charlas andaban por los temas más variados, rondando siempre el lenguaje y sus usos. Escucharlo le producía una sensación de cuna que se mece, una lengua que nació para hablar de amor la perdía en la admiración y el disfrute. Cómo no sentirse acunada si además de hablarle se quedaba contemplándola, como si Laura durmiera o soñara. La miraba y así aprendía a conocerla, pero también lo hacía mostrándose profundo. Al mismo tiempo Fabricio le cuestionaba sus expresiones y palabras, despertándole una búsqueda de explicaciones a temas que hasta ese momento había creído seguros y absolutos, eran puntos que Laura nunca se hubiera puesto en pregunta porque le fueron dados como únicos, eran parte de ser ella y de su lugar en el mundo. Tratar de explicarlos la dificultaba hasta el enredo y se daba cuanta el poder que tenían las preguntas breves y sencillas.
De repente se encontraban riendo porque un cable se podía desenchufar pero que también, por la lógica de los antónimos, se podía enchufar, y eso sonaba gracioso. Lo que ella entendía por salir él lo entendía como subir, y lo que para ella era una simple papita para Fabricio era un paraíso en el que necesita un consentimiento de acceso, y de tiempo en tiempo también se le otorgaba un pase de salida inmediata.
Sus temas de conversación algunas otras veces vagaban por la historia, la propia e individual, pero también la que era común a sus pueblos o a la tierras por las que andaban. Nombrar a Evita lo acercó hasta Laura a un punto que sobrepasaba lo esperado. No era, para ninguno de los dos, parte del recorrido compartir la ruta de viaje, ni pasar sus últimos días en ese lugar que los encontró. Pero a la hora de los "hasta luego" se encontraban planeando un nuevo encuentro inmediato.
De todo lo que el viajar ofrece en sus andadas; múltiples puertas de acceso a nuevos aprendizajes, una puesta a prueba de uno mismo ante cada situación, la disyuntiva de elegir y descartar, la felicidad del encuentro, los buenos ratos compartidos, las fotos que tanto le disgustaban a Fabricio. La foto que Fabricio no quería dejar de sacarse con Laura y su rinconcito de piedras y paisaje. Englobado en el placer de viajar y crecer conociendo realidades que se escapan cuando se está yendo de la casa al trabajo y devuelta a casa, se encuentra la hora de la despedida.
Inevitable momento al que están sometidos todos los que tienen una vida en movimiento (la vida es movimiento y de eso se trata, de ir a por y seguir hasta). La despedida se estaba empezando a topar con Laura que ya tenía medio bolso armado y una mueca triste de arrivederci. La pregunta de Fabricio indaga esta expresión que le era desconocida y sin respuesta deja nacer una nueva caricia suave con la que le atraviesa el rostro. Su ternura colmaba a Laura, le producía un calorcito interno de seguridad, sintiéndose cuidada y protegida. Su viaje había sido promovido por la necesidad de buscar una calma y tranquilidad que le estaba huyendo. Cuando ya tenía algunas nuevas respuestas y otras muchas preguntas resurgentes que le permitían sentir que podía volver contenta por haber logrado más de lo esperado conoció las caricias de Fabricio, que le enseñaban el poder de una paz tan grande que ni el mismo sabía. De enterarse probablemente sonreiría sostenido, como hace siempre que logra algo. Sonrisa pícara que deja entrever su niñez y destella bienestar. Laura había notado que muchas veces esa alegría se la producían sus amigos, por los que él se preocupaba incansablemente, en este cuidado del otro que también le hacía sentir a ella. Para Fabricio la despedida con aquellos que se encariñaban era la posibilidad de un reencuentro futuro en el que volvería a compartir una buena charla y anécdotas del viaje. Para él decir viajar era todo eso que se encuentra, todo eso que se lleva con uno, pero también de a ratos es extrañar a los que uno quiere, la comida de mamá, los amigos de su ciudad, y también el desprenderse de cada lugar que se volvió su hogar durante la estadía, donde cargó la mochila de experiencias y nuevas caras, muchas quizá sin nombres.
Laura y Fabricio se despedían. Como en cada situación, cada uno puso en juego lo suyo. Para ella todo lo vivido tenía restos de irrealidad, y a la hora de volver a sus tareas extrañaría tal vez llamar a Fabricio por otro nombre para molestarlo un rato, o escucharlo hablar de Evita para darle un beso. Uno como el primero.
Para él era una despedida de muchas otras que le faltaban, su viaje cambiaba el destino, no llegaba a su fin. Era decirle adiós a una chiquitita con lunar, jurando volver a verse y salir a dar un paseo, prometiendo intentar pasar a visitarla antes de cruzar el charco.
Así fueron, compañeros de una cotidianeidad de hostel y de "uso común", en donde se regalaron un pedacito de cada uno con el cual contar en el futuro. Laura se fue callando todas las emociones y sentimientos que le había despertado, y él no tenía nada que decir porque todo el amor se lo había ido demostrando piano piano, en sus ratos de paseos y bares.
Eran el ejemplo exprés de todo lo que un viaje ofrece y roba. Fueron encuentro pese a los abismos que los diferenciaban por el simple hecho de nacer. Eran ellos por sobretodo. Laura y Fabricio. Un constante enamorarse de las formas del otro y nombrarse para sentir el presente. Fueron desequilibrio y risas. Fueron un buen rato de sus vidas y ahora son dos conocidos que siguen viajando.

Seguramente Laura levante la cabeza y lo busque al mirar la ruta. Él va a extrañarla y le escribirá para sentir que está cerca y en lo alto o en lo bajo se reencontrarán. Cambiados, amigos de la vida y del viaje emprendido.

martes, 1 de abril de 2014

Arturo

Llegó de improviso con los últimos acordes de aquel amor que construía las raíces de una nueva genealogía. Llegó envuelto de brisas otoñales y olor a hojas amarillas, rojas y naranjas cayendo. Vino como despreocupado y olvidadizo, con la sonrisa pícara y la mirada blanda bajo unos ojos marrón cotidiano. Traía aventuras y comentarios que se caían de las pautadas que delimitan lo que se debe. Inspiraba suspiros de debilidad, cedían así ante cualquier aclamación de deseo que emitiera. Todo le era dado con amor y ganas de hacerlo feliz.  

Llegó un día que le pesa a su patria, día de memoria y conmemoración de pérdida, guerra y dolor en el que se agitan banderas blancas y celestes a media asta por sus caídos. Resignificó la fecha con su llegada, de remolinos traviesos, lunarcitos decorativos y ráfagas de generosidad extrema, en donde dar parece la acción orgánica por excelencia, única e incuestionable, simplemente él se daba, así, como la continuación natural de un latido que se extiende en eso, en dar.

Llegó con risas y corriendo una pelota. Del moisés cargado por su madre al triciclo  de colores con el que corría fórmula uno. Luego a una bici que paseaba por las colinas de la cordillera, un par de esquíes con los que deslizaba feliz por la blanca nieve que cubría su tierra. Un viaje largo, un cambio de dirección y el proceso de adaptarse a una nueva ciudad de ruidos y magia. Siempre acompañado de hermanos que lo adoran, de complicidades revestidas de alegría, peleas alborotadoras de temas poco relevantes.

Llegó un 2 de Abril, esperado por todos, amado desde siempre y para siempre. Llegó haciendo feliz a mucha gente. Llegó, como no podía ser de otra manera, Arturo Papa, a hacer ruido, marcando presencia y las historias particulares de quienes se cruzó. Llegó comiendo chocolate y burlándose un poco de todo.

Llegó para recordar que la vida es linda como su esencia.

lunes, 24 de marzo de 2014

Un día que vale la pena

Un sentimiento que se desliza hasta el borde de la palabra y muere sin ser pronunciado. Una idea a la que le pasa lo mismo. Un encuentro que deja secuelas, que revuelve el pasado, que pide a gritos unpocomás.  Una sonrisa que se lleva puesta, que surca la cara, que transmite alegría. Un inconveniente que te distrae, preocupándote hasta la dispersión más descuidada. Una lectura de un gesto que acaricia, que comprende esa mueca triste, la despedida. Un cambio en el cuerpo que te expone, que te incomoda, que gusta. Un silencio conmovedor, cómodo, esperado, de esos en los que se puede vivir hasta la muerte o morir con ese silencio. Un entorpecimiento que ya es un hábito. Una pelea que vive latiendo, un cuerpo que se cruza con otro cuerpo. Un día de los que valen la pena. Un sol que atraviesa los árboles y te arrulla, un sol tibio que ablanda los sentires, que reconforta todo cuanto toca. Una caricia que baja despacio, que despierta, cómo el perfume nuevo, cómo el grito que pronuncia tu nombre y te llama. Un adiós que no quiere irse. Un instante sin promesas y la espera. Un revivir, un tiempo que no acaba, el retorno. Tu mano. Un beso que se despide, un comentario que se suelta para ser la última palabra de algo que no se quiere terminar. Trece campanadas, algunos pasos en dirección opuesta. Se abre la puerta. Un golpe seco, se cierra, impenetrable. Unos tres puntos suspensivos.

domingo, 16 de marzo de 2014

Se volverán aire

De que me sirve construir con palabras. Construir verdades, sensaciones, explicaciones. De qué me sirve a mí refugiarme en la poesía y el poder de la narrativa. Cuál es el fin de que me esmere por ser clara. Querer llegar a vos pese a todo. Bregar por la unión y la comprensión, de qué me sirve si ante mis palabras sólo hay silencio, incomprensión, repuestas tardías de temas inabordables. De qué me sirve brindarme, exponerme, expresarme si tu silencio es grande y mi espera inagotable. Hundiéndome en una pena melancólica que ilusionista se muestra inmortal, buscando por eso palabras que merezcan perpetuarse y existir por vos. De qué me sirve a mí desvelarme, esperarte, preguntarme si por más que nos inunde de explicaciones tu respuesta es una, breve y fatal. Vuelve a mi melancolía una espesa tristeza ingobernable, mi cuerpo se vuelve ajeno y mi voluntad se quiebra. De qué me sirve a mí. Qué me vale una explicación perfecta si me congela el andar por un sentimiento acaparador y muerto. De qué me sirve que me leas, si te olvidaste que a los libros se los acaricia con la mirada, y que te gustaba leerme. Con qué llenar las horas cuando reemplace tu existencia. Porque te quiero fuera, de todo lo mío, lo mío lejos de todo lo tuyo. De qué me sirvió la despedida si no para ratificar que te adoraba y que creía encontrábamos la paz. De qué me serviría un último abrazo en donde te deje toda mi ternura si no va a hacer más que eternizar este adiós al que me niego, si a vos nada te suma, en nada te altera y yo sólo voy a seguir con toda mi entrega vuelta a tu persona. De qué me sirve maldecirte si la trascendencia que le darás va a ser igual a cero. De qué me sirvió buscarte si encontrarte confirmó que te quería y dejarte me lastimó profundo y dulce. De qué sirve la realidad si tu orgullo lo cubre todo. De qué. De qué todas estas palabras que se vuelven aire para perderse. Para qué hablar de sentimientos si ahora cada uno por su lado como si nada, como si dedicarte horas y tiempo no valiera. Para qué quiero yo todo esto y todo eso que no sabes darme si al final de qué y para qué.

jueves, 6 de marzo de 2014

Si nos quedáramos

Eran días arremolinados y confusos, en los que perdí lo único que nos quedaba, la confianza.
¿Y si esto era el amor? ¿Si después no hay nada? ¿Si no encontramos algo superador? ¿Si la vida se nos pasa buscando algo parecido, o diferente, y resulta que sólo deseamos volver a lo que éramos?
Cruzaba la calle y sentí la convicción de que era un grosero error decidir de forma racional, tan equivocada como humanamente racional, que no podíamos hacerlo funcionar, sin siquiera darle la oportunidad de que así sea. Por lo menos para aniquilar a la incertidumbre, que se perpetuará en este limbo inconcluso.
¿Si no volvemos a encontrar complicidad como ésta? ¿Si todo lo compartido es insuperable?
Si para darme cuenta tuve que crecer, y siendo grande perdí las ropas que se necesitan para salir a la vida de esa forma en la que salíamos. Desprejuiciados. Despreocupados y enamorados.
Si siendo niña era más fácil porque nadie te arrebataba nada, y la desnudez era libertad de espíritu, y los trapos que usábamos disfraces transportadores a mundos explorables. Y si ahora crecí y abandone esos trapos… Hoy es todo tan distinto.
Si volvieras a cuidarme. Si hoy yo pudiera hacerlo.
Si todavía me quisieras. Si no hubiera pensado que ese paseo en el que anduvimos descalzos por el parque era nuestra despedida. Yo no lo dije y de todas formas vos lo sabías. Nos acompañaron esos besos de un hasta siempre que nos despedía. Era un acuerdo tácito, era el cierre a esto, y de todo eso que fuimos.
Si después de cruzar la calle no me hubiera topado con las vías, al mismo tiempo que me arrebataba la angustia del adiós, junto con la sensación de desnudez desolada, y la lucidez de reconocerla y padecerla. Lucidez tardía de entender que era un error despedirnos, entonces hubiera interrumpido mis pasos.
Los trenes nunca detienen el suyo.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Rita


"El corazón galopaba en un alborozo doloroso y húmedo como si fuese atravesado por un deseo imposible" 
Clarice Lispector

Rita buscaba en el cajón, revolviendo el aire que lo llenaba. Vacío. Pensó que tal vez alguien se había olvidado las instrucciones adentro de un frasco de mermelada o las habían escondido en alguna etiqueta de colectivo de las que nadie lee. Por ahí estaban en uno de esos tantos carteles cuyo contenido buscamos con fuerza, pero de los que nunca nos percatamos que tenemos adelante. Rita ya estaba cansada de buscar y buscar. Había dado vuelta la casa, corriendo todos los muebles de lugar, casi cayendo por completo en la desesperación. Necesitaba encaprichadamente encontrar las instrucciones para desarmar un corazón, de no ser así la fórmula para darle cuerda a la vida tampoco le vendría mal, pero ella recordaba que una venía al dorso de la otra. La última vez que había usado aquel manualcito de trapo lo hizo reventando de ansiedad por el futuro arreglado, es por eso que no había memorizado el paso a paso, hasta creía haberse salteado alguno. Rita no aguantaba más la situación. Caminaba por toda la casa gastando el brillo de las maderas que amortizaban su paso. Iba y venía en un andar sin rumbo, sin más fin que el de encontrar un papel olvidado por el tiempo. Objeto de alto valor que por no parecerlo el mundo lo hace bolita y lo tira por los aires en dirección a un tacho de basura en el cual no entra. Entonces el papel se vuela lejos con uno de esos vientos que trae la lluvia. En medio de esa fiesta climática, en pleno torbellino de emociones y pronósticos, el papel que tiene la calve para el mantenimiento del corazón se pierde. Rita olvida que hizo de él porque estaba distraída, en aquel momento su corazón estaba a gusto y no creía necesitar más nada. Resulta que ahora Rita tiene que cambiarle una pieza al corazón, y no encuentra la formula escrita para desarmarlo. Entonces lo pone sobre la mesa y le habla seriamente. Lo trata con una dureza que encierra rastros de una autoridad suave. Ahí sentado sobre una mesa de madera más oscura que el piso el corazón la mira con grandes ojos translucidos y calmos. Rita, como una madre llena de paciencia que oculta la tristeza de que su hijo sufra sin poder hacer nada, le explica que esa pieza duele pero que no se puede hacer nada. La solución, decía Rita, es pensar en otra cosa y olvidarse del asunto, dejar de pensar en eso. Una vez que te distraigas el dolor se va. 
Por dentro ella pensaba que esperar a que el tiempo pase era absurdo cuando no se tienen las instrucciones para dar cuerda a la vida porque se las ha perdido junto con las que explican como desarmar un corazón. El corazón seguía ahí sentadito, sin quejarse pero también sin llegar a entender del todo, la miraba calmo y desesperanzado. Algo en todo eso le hacía ruido. Cómo distraerse con algo más y olvidarse de la pieza que le dolía si esa pieza era esencial, lo ocupaba todo. Era la pieza y era el corazón al mismo tiempo. Era también quien hacía girar el engranaje del tiempo. El corazón la miró a Rita sin hablarle más que con el silencio. Rita supo que no habría instrucciones válidas, era cuestión de abrazarlo, sentarse a su lado y esperar a que él aprendiera a latir con esa pieza que moría dolorida.

lunes, 3 de marzo de 2014

Corto II

Se sentaron en la séptima fila de un lugar al que todavía le duele su historia para escuchar un poco de jazz y disfrutar de esa casi oscuridad que los envolvía. Sus encuentros (como también las distancias) solían estar signados por la música. En esta oportunidad el jazz. Bella música que les prestaba un clima de intimidad y caricias públicas tan acolchonado que los obligaba a cerrar los ojos para perderse por completo en la profundidad del momento.

Truenos de la memoria

El cielo afuera ruge, te lo juro, como si de pronto algo lo hiciera estremecerse y gritar. No puedo decirte la hora, sólo sé que es tarde y no puedo dormir. Veo caer una tras otras las imágenes de esos momentos que transitamos. Una tras otra, una y otra vez… una tras otra. Paseando entre recuerdos sentí que te adoraba como en los primeros días, donde todo era confuso y nuevo, ahí donde siempre me creía al límite de perderte y yo jugaba a seducirte para retenerte un rato. Claro que “todos los límites son convenciones, esperando ser transgredidos. Uno puede transgredir una convención con tan solo concebir hacerlo”.

Y yo lo hice. Transgredí los límites que ponías, transgredí tu desinterés, tu refugio. Puedo decir exactamente el momento en que dejaste de alejarme. Todavía me dura tu sensación en los huesos cuando pienso en esa noche, no es casual, también había una tormenta.

Si estoy dejando todo esto que se cruza por mi cama en un papel es porque cuando los silencios se me inundan de palabras no dichas siento que las manos se me hunden en el deseo de escribir, que la lengua se me anuda en confusión y la cabeza se me llena de imágenes que se van escapando de mí, a lugares irrecuperables a los que me esforzaré por llegar sin lograrlo, y de esta forma dormir se me vuele imposible.

Antes de apagar la luz y perderme en los ruidos de la tormenta y el sueño tardío quiero decirte que te quise en la complicidad y en el forcejeo. Que supe que te quería desde que te vi en esa terraza mientras esperabas que el tiempo se disolviera con el mar y que fue ahí cuando entendimos que mientras no estuviéramos juntos el tiempo sólo se volvería eso, una espera inagotable de un tiempo más feliz.


Buenas noches.


domingo, 2 de marzo de 2014

Misión

Verba volant scripta manent
 Cayo Tito

Se pararon en la mitad de un puente que atravesaba la avenida. El sol los iba dejando solos. Lo despidieron descansando sobre la baranda, mientras las luces de los autos les rozaban las plantas de los pies. Ellos ahí, cómo burlándose de todo, inclusive de ellos mismos. Brotaba una amistad casi de infancia, con la inocencia de quien no conoce las durezas de la adultez. Parecían resguardados de los males del mundo, y de sus propios fantasmas. Como si una tela transparente y mágica los envolviera en la sinceridad más dulce.

La ciudad abría sus ojos luminosos, infinitos puntos incandescentes que destellaban al compás de una murga que repiqueteaba en el fondo de la  plaza, allá, al costado de esa avenida a la que bañaron de burbujas multicolores y juegos puros.

Llegaron al otro lado del puente que atravesaba la avenida con un paso rítmico. En ese bailoteo de monigote le rozó la mano amiga y se rió nerviosa, inventando alguna excusa simple que se voló con un viento que andaba de paso. Ese mismo viento dejaba escapar las burbujas del burbujero sin que ellos tuvieran que hacer el menor esfuerzo en soplar para darles vida.

Se sentaron al borde de un paredón, desde donde el puente se veía chiquito, y hasta gracioso. Respiró profundo reteniendo una frase repetida. Creía en esa idea de que las palabras se prestan, transforman, reciclan y renuevan a cada paso, a cada frase, pero esta vez le ganó la convicción de que las pausas y los silencios enriquecen también. La miró de frente, ella de reojo y le contó de su sueño de ser grande alguna vez, que siendo grande le gustaría seguir diciendo algunas frases con la liviandad con la que hablan los niños. Rió. Estaba un poco distraída, colgando de alguna nostalgia que le traían esas épocas del año cuando él señaló un auto con su baúl lleno de globos. Era sin lugar a duda el auto más lindo de toda la avenida.

Dijo que le gustaría pinchar alguno con las brasas de su cigarrillo, pero entonces ella le explicó que los globos tenían sentimientos, nunca viste uno llorar. Sonaba absurdo, cómo la hora que marcaba ese reloj que ensordecía con el tic-tac, tic-tac, la realidad es que había visto llorar conejos pero nunca antes un globo.

Le extendió una mano para ayudarla a levantarse, ella le mostró que podía sola y la evitó. Esta vez cruzaron por el puente como distraídos, sin darle demasiada importancia a la avenida y a los autos que se deslizaban por lo bajo. Caminaron en círculos un rato, le regalaron algunas burbujas al guardia de ese edificio de esa calle cualquiera y siguieron un camino recto, sin puentes, mientras relataban partes sueltas de un sueño que se llenaba de niebla en cada intento por recordarlo. Seguro Freud te dijo algo sobre lo que soñé, contame, quiero saber que piensa él. Quiero saber que pensás vos de todo eso.

Llegaron a la parada y él le pidió que le cuidara el burbujero por un tiempo, aunque sabía que no volvería a buscarlo, que mañana ya no podría y que callar hoy era para acostumbrar al mañana ausente. Lo abrazó en un abrazo sin tiempo ni despedida. Lo abrazó como cuando de chiquita abrazaba a sus padres, sin pensarlo, sólo sintiendo y se fue en el 68 con aire acondicionado, esperando verlo en algún día próximo, atesorando el burbujero que cuidaría hasta su reencuentro. Ella volvía con la sonrisa prendida y ganas de soltar burbujas en cada rincón del planeta para inundar de él cada paso suyo que el viento vuela. Pensaba en rellenar las palabras y todo cuanto pudiera de burbujas pero cuando ya varios tic-tac se habían descolgado del reloj y él no aparecía empezó a llenar silencios y esperas de burbujas que brillaban como lágrimas de globos, cómo conejos que lloran porque él no vuelve a enseñarle lo que sabe. Porque él ya no le dice lo que piensa ni le cuenta lo que pasa. Ahora tiene que estar atenta para no perderse de las cosas que pasan a su lado porque él ya no se las señala, ahora siente las asperezas de un mundo que sufre, y mide las palabras que va a soltar al viento porque todo tiene peso, menos sus burbujas.

Aprieta entre sus manos ese burbujero azul. Lo sujeta con fuerza, para que no se le escape, más que nunca siente que tiene que cuidarlo, que él no le dejo una tarea sencilla. Tenía la misión de cubrir el mundo de burbujas.


En una mano el burbujero, con la otra agarró la tela transparente y mágica que la cuidaría en su andar, se cubrió de ella una vez más y salió radiante por las calles, creando las más pomposas y coloridas burbujas que nadie vio jamás, soltando un poco de él en cada una de ellas. Soltando un poco de ella en cada burbuja naciente.

lunes, 24 de febrero de 2014

Corto I

En el mundo donde los excesos desgastan y todo lo tuyo atraviesa mi existencia, es donde más a gusto me siento.

domingo, 23 de febrero de 2014

Empapada en libertad

Le fascinaba. Se volvía completamente loca con el movimiento de la pollera. La agarraba con una mano, giraba… la dejaba caer. Se contagiaba de esa libertad multiforme de la tela, de su vuelo y de aquella liviandad con la que se movía.

Ahora la dejaba sola y volvía a girar para que se despliegue y luzca sus colores. Dando dos, tres, cuatro vueltas que se prolongaban más allá de su movimiento. Y de golpe… se clavaba firme en el piso. El ruedo caía prolijo mientras el mundo seguía rodando, sin siquiera notar que ella estaba quieta.

Lo esperaba… al mundo, a que terminara con su eufórica inercia para tomar, con sus dos manos, el ruedo de la falda y llevarlo de un lado para el otro. Creaba nuevas e irrepetibles formas que morían en el nacer de las sucesivas.

Así jugó largo rato, divertida, imaginando que su escenario era la arena y que el mar la aplaudía revuelto.


Se dejó caer con el viento y el agua de la orilla empapó su pollera. Ahora era el vaivén con caracoles y sal que comenzaba a jugar con la tela, mientras ella, espectadora, se volvía mar.

Perfume de los años

Había llegado a ese punto de la vida, a esa edad, en la que el perfume de la piel se vuelve el común denominador de la vejez.
Era ese olor que se tiene al ser mayor. Un olor a madera pesada, a pasillo de un antiguo edificio porteño, al correr de los años, a fin de ciclo, y un poco a muerte.
Olía a quimeras rotas, a reminiscencias extraviadas y confusión de nombres propios. Olía a momentos felices dejados atrás, a soledad, y a espacios vacíos rellenos de objetos, de recuerdos de una vida que fue suya. Olía a mañas adquiridas, a jergas pasadas de moda y palabras que ya nadie usa, a hábitos disueltos durante el ensanchamiento del árbol familiar, a olvido.
Es de esos olores un tanto ácido, otro tanto avinagrado, sin perder la esencia de madera y juventud olvidada.
Olía a años vividos, a despedidas, un poco a flores secas entre hojas de libros abandonados en el último estante de una biblioteca llena de oraciones que ya nadie lee.
Era el olor de lo añejo, del correr del tiempo, de todo eso que no se puede explicar pero que está enfrascado en una esencia de abuelo, de edad y vida.
Olía a que había vivido, se había perdido pero también encontrado centenares de veces.

Era la antítesis perfecta de la fragancia de un bebé, y sin embargo, no podía evitar aproximarme con sutileza para estar más cerca de su cuerpo, para respirar cada partícula que se desprendía de sus arrugas, para impregnarme de ese olor al que no se si llegaré. Estar cerca cómo abrazándola en el encuentro que olvidará, si es que llega a percibirlo.

El cuerpo tiene memoria

El cuerpo tiene memoria. Te reconocí. Te sentí. Me abrí. Dije. Pensé. Sentí. Actué. Elegí. Me confundí. Me arrepentí. Me acerqué. Te busqué. Me alejaste. Me dejé ir. Reconocí el dolor. Elegí seguir.

Se entorpece las palabras cuando se amontonan para salir después de una larga espera por hacerlo. Se desordenan, rompen filas, enmarañadas y desorientadas se nos escapan y terminan por perderse en una tormenta de confusión y (a)burma(ción). Y así es como no encontramos palabras a la hora de las explicaciones. Nuestros ensayos de discursos perfectos, todas esas horas armando listas mentales de cosas por decir, la desazón de no encontrar momento ni excusa para decirlo a quien tenemos que decírselo, y ver que la invención de diálogos siempre tiene un poder mucho más grande cuando retumba en nuestra cabeza que la palabra a la hora real de la palabra.

Esperamos tanto el momento que entorpecemos el presente. Las palabras (otra vez las palabras!) suenan chiquitas y desinfladas cuando por fin podemos ubicarlas en el contexto correcto. Como si la voz no quisiera salir, o como si realmente todo el diccionario de sentimientos y temas no cotidianos se extinguiera de nuestro saber. Por alguna razón que se escapa de todo entendimiento el momento de los discursos nos vuelve mudos.

Dije poco. Pero vos, que hablaste menos, lo hiciste con la certeza precisa para anular mi capacidad de respuesta, encendiendo el silencio y la tristeza. Cuando le pusiste punto final a lo que decías yo sentí mi cuerpo volverse jirones en esta historia incompleta a la que nos faltó vivirla como merecía. Sentí como si por un momento me pudiera extinguir. Desaparecer. Dejar de ser yo sobre esta tierra, o como si me empujaran a la desolación sin ser capaz de aferrarme a nada en la caída. Verme cayendo, saber que no hay qué o quién me sostenga esta vez. Caer. Transitar la ciada como no lo pude hacer con vos, entregarme a ella y sentirla recorrer mi cuerpo (como también te sentí a vos). Saber que en lo bajo (o en lo alto de este andar por un dolor que no tiene nombre) encontraré lo que se necesita para reanudar el movimiento, y en el medio las respuestas a tantas preguntas.

Cuando el discurso no encaja en contexto, cuando la explicación a todo lo que pasa no encuentra un lugar para aclarar la situación, cuando el diálogo no se presta a que un manto de claridad acompañe a la situación, ¿qué se hace? ¿Qué hago yo con todo lo que tengo para decir?

La historia que nos toca es una cosa, las elecciones que hacemos a partir de ella es otra. Estamos atravesados por el vientre materno, y toda la herencia que con ella recibimos. Desde el refugio cálido de nuestras madres ya cargamos cosas de otros que nos acompañarán en la vida. Hay sucesos que se nos escapan. Inevitables hechos que nos marcan. Está en cada uno el lugar que se le da.

La vida nos atraviesa, como lo hace el amor cuando nos arrebata de manera inesperada. Elegí hacer de mis vivencias experiencias fortalecedoras que me ayudan a encarar la vida de la manera más positiva y comprensiva posible. Crecí con ellas y me obligué a ser adulta antes de que llegue la adultez para sobrevivir por mis propios medios y ya no depender del pasado. Me fortalecí y ello implicó endurecerme en aspectos tales como el orgullo, la sinceridad del corazón y la capacidad de abrirme antes quienes debería hacerlo.

Ante la necesidad de ser escuchada me volví observadora y aprendí a escuchar. No sabes cuánto me gusta escucharte. Atesoraba cada cosa que me contabas con la ilusión de un niño que guarda una vaquita de san Antonio en una cajita y la alimenta con pasto y le decora su nueva casa con piedras y una flor. El niño quizá no sepa que es una mariquita y no una vaquita de san Antonio.

Nació en mi la necesidad de protegerte y cuidarte de una forma que desconocía. Sabía que existía la protección, pero lo que despertaste era más bien un profundo deseo de acariciarte el alma para que ya no sufra.

Tú historia.

Contar de ella sería violar tu intimidad. Transcribir tus relatos (que inscribiste a la vez en mí) nunca me pareció una opción. Confío en que podrás traer al presente todo lo que viviste desde tiempos remotos cuando rulitos empezaban a asomarse al sol de un pueblo cercano al mar para comprender lo que quise decirte cuando te dije que tenías miedo a querer. Que te dejaras querer. Hablo de todo lo vivido hasta hoy. Yo puedo asegurar que la elección de soledad que nos acompaña no es más que una pantalla que no nos deja ver lo que realmente queremos. Elegir la soledad es evitar el compromiso. ¿Cómo elegir compromiso cuando nunca nadie nos enseñó lo que era? ¿Cómo se hace para comprometerse cuando nadie se comprometió con uno antes? ¿Cómo nos elegimos si no sabemos lo que es que nos elijan? ¿Cómo queremos si cuando necesitamos ser queridos nos dejaron solos? ¿Por qué cambiar si repetir la historia es más fácil?  Ya conocer el camino es mejor que entregarse al sentir sin ningún tipo de seguridad de que el amor no falle, como lo hace siempre que puede.

Otra vez miedo. Miedo a querer. Miedo a que nos quieran. Miedo a decir. Miedo a sentir. Miedo a esta soledad que elegimos. Miedo a que las historia se repita. Miedo a descubrir que nos quisieron y que no supimos verlo a tiempo. Miedo. Miedo. Miedo. Maldito miedo que nos aluna, nos hace llorar, temblar y elegir la seguridad de algo que no queremos elegir.
Comprender es amar. Amar es dejar ir. Pero también es decir. Y yo no quiero callar. Quiero decirte, quizá lo dije tarde, quizá tendría que haberlo dicho cuando necesitabas escucharlo, pero lo digo hoy.

Te quiero. Te quiero de la forma más sincera. Te quiero en la entrega más tierna. Te quiero porque cuando nos sentamos en silencio y vos me abrazas por atrás yo sólo quiero eso. Sentirte pensar. Dejar que el silencio se sume a nuestro abrazo, y que si rompemos el silencio sea para decir. Decir todo lo que el miedo no nos deja. Miedo al miedo. Miedo a perderte. Miedo a este vacío de soledad al que me empujaste.
No es que no lo supiera. Pero a veces es mejor dejarlo pasar. Preferí intentarlo. Preferí ser sincera pese a que te veía paralizado por un miedo que te deja solo.
En la soledad se está bien. Se está con uno  y con el tiempo para disponer de él con libertad. En la compañía se está con uno. Se está con el otro.
Dijiste que no querías compromiso. Te dije que nunca hablé ni exigí eso.


Pero tenes razón. Querer implica compromiso. El sentir implica compromiso. Si no nos comprometemos no hace falta hacernos cargo de lo que nos pasa. Si dejamos lo que nos pasa entonces pasa, y ahí no hay mal que por bien no venga, porque lo que sentimos va a pasar. ¿Va a pasar?

(Nota sobre este texto: Mentir para decir la verdad - Revista de Mujeres)