miércoles, 28 de mayo de 2014

Suelta de palomas

Hay palabras recurrentes. Recurrentes palabras a las que recurro.
A veces pasan los días sin que me abra la puerta. Eso pasa generalmente cuando la culpa lo llena de vergüenza porque se le fue la mano y prefiere alejarme de él por un tiempo. En esos días en los que no entra ni un rayo de sol del cual pueda alimentarme trato de dormir lo máximo posible. Me autoconvenzo de que es solamente una noche de esas que parecen inagotables, en las que no importa si dormís mucho o te levantas cada cinco minutos porque la noche está ahí, sin pena ni gloria, acorralándote, distorsionando el correr del tiempo y revolviendo cada recuerdo del cuerpo. Por eso trato de dormir. No me gusta invocar gente en la oscuridad.
Noté que en ella los sentimientos se sienten con una intensidad que el reflejo de la luz opaca.

Al principio le tenía miedo. Lloraba cada vez que la puerta se cerraba cual anochecer sin luna. Lo hacía en silencio para que Darío no me escuchara y entrara otra vez a golpearme. Con el tiempo me acostumbre a la penumbra y sus ruidos. Descubrí que sin luz podía encontrar cosas que con ella jamás hubiera sospechado que estaban y es por eso que dejé de llorar. Me hice amiga de sus sonidos, los familiaricé, como si cada uno fuera alguna señal o mensaje que me enviaba el mundo exterior.
Sin embargo dormir seguía pareciéndome la mejor opción en un lugar sin ventanas, donde todo se disponía para darle paso al(os) sueño(s).
En una de esas noches que transcurren con la misma extensión que un manojo de días, soñé que el cuarto que me albergaba estaba lleno de plumas. Como si alguien hubiera destrozado cientos de almohadas liberando todo su interior en esta pequeña habitación, que era mi prisión y refugio.
En el sueño yo estaba sonriendo, saltaba sobre la cama de sábanas blancas y en cada rebotar las plumas se elevaban. Las hacía flotar, dándoles vida, como si pudieran volver a sentir la alegría de estar suspendidas en el aire una vez más. 
Abrigaba la certidumbre de que no existían límites ni deberes que cumplir. Yo brillaba como si fuera pluma, cómo las plumas que saltaban conmigo. Todo en el sueño era tan blanco y puro como las plumas. 
Recurrentes palabras recurrentes.
No sé cuándo, pero en algún momento me abrió la puerta, me sentó en una mesa a comer algo que parecía de origen animal, aunque la procedencia era dudosa. Cuando vio que había comido lo suficiente para recuperar energía se fue a la calle dándole doble vuelta de llave a la puerta.

Se escuchó un ruido en el patio. Salí a ver que era y me encontré con el sol de un mediodía despejado. Parada en una de las baldosas había una paloma blanca. Busque un poco de pan y le tiré algunas migas. Disfrutaba verla picotear y picotear. Poco a poco empezaron a llegar más y más palomas a las que fui alimentando. De pronto entendí que lo que me estaba pasando tenía que ver con mi sueño. Ese sueño de libertad en el que yo disfrutaba haciendo lo que quería. En ese momento me iluminé y decidí tener un regimiento de palomas mensajeras que llevaran mis palabras acalladas. Era mi oportunidad de ser escuchada y tal vez comprendida. Ellas serían mi voz. Mi libertad. Mis palabras. Esas recurrentes palabras a las que recurro en el mayor de los silencios. 
Entre miga y miga les enseñaba las calles de la ciudad, las coordenadas geográficas y algunas cosas que sabía de la vida para que cuando eligieran su destino estuvieran seguras de hacer llegar mi voz a las personas correctas. Tan seguras como yo de que ellas eran mi mejor medio transmisor.

Y entonces la escena se empezó a asemejar a la de mi sueño. Había una incalculable cantidad de palomas de las que se desprendían plumas. Mis recurrentes palabras se mezclaban entre tanto aleteo y desprendimientos de plumas que inundaban, no ya sólo mi cuarto, sino la casa entera.
En pleno entrenamiento volvió Darío. Al ver la escena se quedó petrificado junto a la puerta, pero enseguida me distinguió entre la bandada y sin pensar en nada más me agarró de un brazo y me arrastró al cuarto.
Esta vez no me dijo nada. Me empujó a la cama con el mismo envión del arrastre, me sacó la ropa y dispuso de mi cuerpo con una soltura naturalizada. Fue manipulándome a su antojo. Alcanzó mi pie, lo rotó a la izquierda, el otro a la derecha. Me agarró de la cintura para subirme hasta el respaldo, del cual se agarró con una mano, y con la que le quedaba libre me sobaba el pecho, la espalda, me doblaba y estiraba con gestos envenenados de odio.
Me dio vuelta y siguió maltratándome cada vez con más hostilidad, castigándome, reprobando mi sueño con cada acción que emprendía. Esa oscuridad que intensifica el sentir. Las palabras que la ocupaban eran aplastadas por la respiración agitada de Darío y yo ya no quería escucharlo. Ni a él, ni a la oscuridad. Vencer. Vencedora. Me despegué de mi cuerpo que para ese entonces era más suyo que mío, como si me hubiese dormido empecé a vagar con la mente. 
Algún pensamiento me dio gracia, quizá recordé la cara de Darío al entrar a casa y verme entrenando palomas. Desde el dorso del ombligo empezó a subir una carcajada que despertaba a la risa. Lo corporal y el sentirse se separaron por completo, ya no me enteraba del daño que estaba sufriendo. Risa. Palabras. Soñar en la oscuridad para vencer(la) todo lo que con ella viene.
Darío era incapaz de notar que mi cuerpo estaba ahí como inerte, que si no fuera por él yo ya no me movería. No se daba cuenta de que estaba ya muy lejos de toda su maldad. Estaba en un lugar seguro en donde no podría alcanzarme.
Recurrentes sueños. Yo estaba otra vez saltando con las plumas y la libertad mientras él se retiraba satisfecho y dejaba mi cuerpo sobre el colchón, sin advertir que sólo encerraba en la oscuridad los restos de mi paso por esa habitación sórdida. Podía darle doble vuelta de lleve a la puerta durante el tiempo que quisiera, a mí ya no me importaba porque sólo me afectaba el placer de sentirme libre. Flotaba con las plumas y palabras. Recurrentes palabras que me despojaban de las ataduras de la vida.

Ya no había oscuridad, ni dolor, ni Darío. Ahora lo único recurrente eran las palabras y la libertad. Él podría hacer de mi cuerpo y mis palomas lo que quisiera, en todo el resto yo ya había dejado de ser su prisionera.

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