Le fascinaba. Se volvía completamente loca con el movimiento de la
pollera. La agarraba con una mano, giraba… la dejaba caer. Se contagiaba de esa
libertad multiforme de la tela, de su vuelo y de aquella liviandad con la que
se movía.
Ahora la dejaba sola y volvía a girar para que se despliegue y luzca sus
colores. Dando dos, tres, cuatro vueltas que se prolongaban más allá de su
movimiento. Y de golpe… se clavaba firme en el piso. El ruedo caía prolijo
mientras el mundo seguía rodando, sin siquiera notar que ella estaba quieta.
Lo esperaba… al mundo, a que terminara con su eufórica inercia para
tomar, con sus dos manos, el ruedo de la falda y llevarlo de un lado para el
otro. Creaba nuevas e irrepetibles formas que morían en el nacer de las
sucesivas.
Así jugó largo rato, divertida, imaginando que su escenario era la arena
y que el mar la aplaudía revuelto.
Se dejó caer con el viento y el agua de la orilla empapó su pollera.
Ahora era el vaivén con caracoles y sal que comenzaba a jugar con la tela,
mientras ella, espectadora, se volvía mar.
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