Quería levantar el teléfono, llamarte, y
contarte que era la situación perfecta para que vinieras a acariciarme y
contarme que fue de tu día, mientras me desacomodas la ropa como si fuera parte
del relato.
El silencio era grande y tu voz resonaría
perfectamente entre los recovecos del mundo y mi cuerpo.
Hacía rato la casa no estaba tan vacía y yo
con tanas ganas de escuchar cosas ya contadas y gastadas. Todo cuadraba. El día
había sido común y horrible. Tu imagen dio muchas vueltas por mi cabeza
haciéndolo más hondo y connotado. Me dieron ganas de prestarle atención a
detalles de tu piel que antes pasaba por alto, distraía.
Moría por recorrerte lentamente, en un tiempo
finito como la eternidad. Saltar de tus ojos a la costilla izquierda, andar por
tus piernas. Agarrar una de tus manos para marear tus dedos, para imprimir mis
huellas. Para sentir que todavía algo nos queda.
Apagar la luz y tu voz.
Que mi respiración te indique que todo marcha
bien, que te invite a seguirme. Que el desorden y la confusión de nuestros
dedos se contagie por todo el cuerpo, tuyo y mío. Desorientados. Rompiendo lo
convencional y siendo incluso convencionales en la desprolijidad.
Que de pronto nos encontremos y tu mirada se
vuelva profunda y mi sonrisa confianza.
Hasta hubiera aceptado que retomes los hilos
de tu anécdota vacía, de un día común, después de haberlo perdido todo. Que lo
hicieras porque el silencio se te vuelve insoportable y preferís disimular
antes que nada.
Lo hubiera aceptado.
Lo hubiera aceptado mucho más que a esta
realidad deshabitada de tus palabras y pozos negros. Incluso más que a estas
ganas ridículas de levantar el teléfono y simular, como me enseñaste, como lo
hiciste siempre.
Aceptaría incluso que me llamaras para que te
devuelva tus cosas.
Lo
aceptaría todo, mientras que no me dejes sola. Porque todavía espero que vengas
a acariciarme y contarme que fue de tu día, mientras me desacomodas la ropa.
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