jueves, 20 de febrero de 2014

Antes que nada

Quería levantar el teléfono, llamarte, y contarte que era la situación perfecta para que vinieras a acariciarme y contarme que fue de tu día, mientras me desacomodas la ropa como si fuera parte del relato.

El silencio era grande y tu voz resonaría perfectamente entre los recovecos del mundo y mi cuerpo.
Hacía rato la casa no estaba tan vacía y yo con tanas ganas de escuchar cosas ya contadas y gastadas. Todo cuadraba. El día había sido común y horrible. Tu imagen dio muchas vueltas por mi cabeza haciéndolo más hondo y connotado. Me dieron ganas de prestarle atención a detalles de tu piel que antes pasaba por alto, distraía. 

Moría por recorrerte lentamente, en un tiempo finito como la eternidad. Saltar de tus ojos a la costilla izquierda, andar por tus piernas. Agarrar una de tus manos para marear tus dedos, para imprimir mis huellas. Para sentir que todavía algo nos queda.

Apagar la luz y tu voz. 

Que mi respiración te indique que todo marcha bien, que te invite a seguirme. Que el desorden y la confusión de nuestros dedos se contagie por todo el cuerpo, tuyo y mío. Desorientados. Rompiendo lo convencional y siendo incluso convencionales en la desprolijidad.
Que de pronto nos encontremos y tu mirada se vuelva profunda y mi sonrisa confianza.

Hasta hubiera aceptado que retomes los hilos de tu anécdota vacía, de un día común, después de haberlo perdido todo. Que lo hicieras porque el silencio se te vuelve insoportable y preferís disimular antes que nada.

Lo hubiera aceptado.

Lo hubiera aceptado mucho más que a esta realidad deshabitada de tus palabras y pozos negros. Incluso más que a estas ganas ridículas de levantar el teléfono y simular, como me enseñaste, como lo hiciste siempre.
Aceptaría incluso que me llamaras para que te devuelva tus cosas.

Lo aceptaría todo, mientras que no me dejes sola. Porque todavía espero que vengas a acariciarme y contarme que fue de tu día, mientras me desacomodas la ropa. 

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