Había llegado a ese punto de la vida, a esa
edad, en la que el perfume de la piel se vuelve el común denominador de la
vejez.
Era ese olor que se tiene al ser mayor. Un
olor a madera pesada, a pasillo de un antiguo edificio porteño, al correr de
los años, a fin de ciclo, y un poco a muerte.
Olía a quimeras rotas, a reminiscencias
extraviadas y confusión de nombres propios. Olía a momentos felices dejados
atrás, a soledad, y a espacios vacíos rellenos de objetos, de recuerdos de una
vida que fue suya. Olía a mañas adquiridas, a jergas pasadas de moda y palabras
que ya nadie usa, a hábitos disueltos durante el ensanchamiento del árbol
familiar, a olvido.
Es de esos olores un tanto ácido, otro tanto
avinagrado, sin perder la esencia de madera y juventud olvidada.
Olía a años vividos, a despedidas, un poco a
flores secas entre hojas de libros abandonados en el último estante de una
biblioteca llena de oraciones que ya nadie lee.
Era el olor de lo añejo, del correr del
tiempo, de todo eso que no se puede explicar pero que está enfrascado en una
esencia de abuelo, de edad y vida.
Olía a que había vivido, se había perdido
pero también encontrado centenares de veces.
Era la antítesis perfecta de la fragancia de
un bebé, y sin embargo, no podía evitar aproximarme con sutileza para estar más
cerca de su cuerpo, para respirar cada partícula que se desprendía de sus
arrugas, para impregnarme de ese olor al que no se si llegaré. Estar cerca cómo
abrazándola en el encuentro que olvidará, si es que llega a percibirlo.
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