domingo, 23 de febrero de 2014

Perfume de los años

Había llegado a ese punto de la vida, a esa edad, en la que el perfume de la piel se vuelve el común denominador de la vejez.
Era ese olor que se tiene al ser mayor. Un olor a madera pesada, a pasillo de un antiguo edificio porteño, al correr de los años, a fin de ciclo, y un poco a muerte.
Olía a quimeras rotas, a reminiscencias extraviadas y confusión de nombres propios. Olía a momentos felices dejados atrás, a soledad, y a espacios vacíos rellenos de objetos, de recuerdos de una vida que fue suya. Olía a mañas adquiridas, a jergas pasadas de moda y palabras que ya nadie usa, a hábitos disueltos durante el ensanchamiento del árbol familiar, a olvido.
Es de esos olores un tanto ácido, otro tanto avinagrado, sin perder la esencia de madera y juventud olvidada.
Olía a años vividos, a despedidas, un poco a flores secas entre hojas de libros abandonados en el último estante de una biblioteca llena de oraciones que ya nadie lee.
Era el olor de lo añejo, del correr del tiempo, de todo eso que no se puede explicar pero que está enfrascado en una esencia de abuelo, de edad y vida.
Olía a que había vivido, se había perdido pero también encontrado centenares de veces.

Era la antítesis perfecta de la fragancia de un bebé, y sin embargo, no podía evitar aproximarme con sutileza para estar más cerca de su cuerpo, para respirar cada partícula que se desprendía de sus arrugas, para impregnarme de ese olor al que no se si llegaré. Estar cerca cómo abrazándola en el encuentro que olvidará, si es que llega a percibirlo.

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