Verba volant
scripta manent
Cayo
Tito
Se pararon
en la mitad de un puente que atravesaba la avenida. El sol los iba dejando
solos. Lo despidieron descansando sobre la baranda, mientras las luces de los
autos les rozaban las plantas de los pies. Ellos ahí, cómo burlándose de todo,
inclusive de ellos mismos. Brotaba una amistad casi de infancia, con la
inocencia de quien no conoce las durezas de la adultez. Parecían resguardados
de los males del mundo, y de sus propios fantasmas. Como si una tela
transparente y mágica los envolviera en la sinceridad más dulce.
La ciudad
abría sus ojos luminosos, infinitos puntos incandescentes que destellaban al
compás de una murga que repiqueteaba en el fondo de la plaza, allá, al costado de esa avenida a la
que bañaron de burbujas multicolores y juegos puros.
Llegaron al
otro lado del puente que atravesaba la avenida con un paso rítmico. En
ese bailoteo de monigote le rozó la mano amiga y se rió nerviosa, inventando
alguna excusa simple que se voló con un viento que andaba de paso. Ese mismo
viento dejaba escapar las burbujas del burbujero sin que ellos tuvieran que
hacer el menor esfuerzo en soplar para darles vida.
Se sentaron
al borde de un paredón, desde donde el puente se veía chiquito, y hasta
gracioso. Respiró profundo reteniendo una frase repetida. Creía en esa idea de que
las palabras se prestan, transforman, reciclan y renuevan a cada paso, a cada
frase, pero esta vez le ganó la convicción de que las pausas y los silencios enriquecen también. La miró de frente,
ella de reojo y le contó de su sueño de ser grande alguna vez, que siendo
grande le gustaría seguir diciendo algunas frases con la liviandad con la que
hablan los niños. Rió. Estaba un poco distraída, colgando de alguna nostalgia
que le traían esas épocas del año cuando él señaló un auto con su baúl lleno de
globos. Era sin lugar a duda el auto más lindo de toda la avenida.
Dijo que le
gustaría pinchar alguno con las brasas de su cigarrillo, pero entonces ella le
explicó que los globos tenían sentimientos, nunca viste uno llorar. Sonaba
absurdo, cómo la hora que marcaba ese reloj que ensordecía con el tic-tac, tic-tac,
la realidad es que había visto llorar conejos pero nunca antes un globo.
Le extendió
una mano para ayudarla a levantarse, ella le mostró que podía sola y la evitó.
Esta vez cruzaron por el puente como distraídos, sin darle demasiada
importancia a la avenida y a los autos que se deslizaban por lo bajo. Caminaron
en círculos un rato, le regalaron algunas burbujas al guardia de ese edificio
de esa calle cualquiera y siguieron un camino recto, sin puentes, mientras
relataban partes sueltas de un sueño que se llenaba de niebla en cada intento
por recordarlo. Seguro Freud te dijo algo sobre lo que soñé, contame, quiero
saber que piensa él. Quiero saber que pensás vos de todo eso.
Llegaron a
la parada y él le pidió que le cuidara el burbujero por un tiempo, aunque sabía
que no volvería a buscarlo, que mañana ya no podría y que callar hoy era para
acostumbrar al mañana ausente. Lo abrazó en un abrazo sin tiempo ni despedida.
Lo abrazó como cuando de chiquita abrazaba a sus padres, sin pensarlo, sólo
sintiendo y se fue en el 68 con aire acondicionado, esperando verlo en algún
día próximo, atesorando el burbujero que cuidaría hasta su reencuentro. Ella
volvía con la sonrisa prendida y ganas de soltar burbujas en cada rincón del
planeta para inundar de él cada paso suyo que el viento vuela. Pensaba en
rellenar las palabras y todo cuanto pudiera de burbujas pero cuando ya varios
tic-tac se habían descolgado del reloj y él no aparecía empezó a llenar
silencios y esperas de burbujas que brillaban como lágrimas de globos, cómo
conejos que lloran porque él no vuelve a enseñarle lo que sabe. Porque él ya no
le dice lo que piensa ni le cuenta lo que pasa. Ahora tiene que estar atenta
para no perderse de las cosas que pasan a su lado porque él ya no se las
señala, ahora siente las asperezas de un mundo que sufre,
y mide las palabras que va a soltar al viento porque todo tiene peso, menos sus
burbujas.
Aprieta
entre sus manos ese burbujero azul. Lo sujeta con fuerza, para que no se le
escape, más que nunca siente que tiene que cuidarlo, que él no le dejo una
tarea sencilla. Tenía la misión de cubrir el mundo de burbujas.
En una mano
el burbujero, con la otra agarró la tela transparente y mágica que la cuidaría
en su andar, se cubrió de ella una vez más y salió radiante por las calles,
creando las más pomposas y coloridas burbujas que nadie vio jamás, soltando un
poco de él en cada una de ellas. Soltando un poco de ella en cada burbuja
naciente.
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